Todos
los días. Todos los santos días: de lunes a viernes. La escuela
esperaba. Estaba ahí, había que llegar a ella, aceptar su acogedor
abrazo. Darle su alimento: nuestra obediencia y nuestra indisciplina.
Darle los cuadernos.
Todos
los días cuadernos pintados. Con pequeñas banderas -pintadas con
lápices de colores- de los países que ese día jugaban un partido.
Creo recordar que un gauchito dibujado era parte de los dones
cotidianos a la escuela.
Todos
los días, dibujar y pintar. Una y otra bandera. Razones pedagógicas,
quizás: un presunto interesado camino hacia el saber histórico y
geográfico. El fútbol sería el camino apasionado hacia ese anaquel
de conocimientos. Pero la pedagogía fracasó conmigo.
Todos
los días, la pedagogía de los lápices de colores produjo odio.
Sólo eso: no recuerdo ninguna bandera. Apenas, por reiteración, la
de Argentina. Quizás se debió a que no quería levantarme de la
cama para hacer los deberes. Sin saber que evocaba a Onetti,
pretendía que la escritura y la horizontalidad eran compatibles.
Quizás se debió, también, a que la ociosidad alcanzaba, con
peculiar insistencia, al acto de sacar puntas a los lápices. La
horizontalidad y las puntas rasposas imposibilitaron todo placer y
cualquier aprendizaje.
Todos
los días, odio al mundial. Si había partidos, había banderas. Si
había banderas, había que pintarlas. Y encima, el gauchito. Varias
desconfianzas deben provenir de esos días: frente al festejo
futbolístico, frente a la escuela, frente a la infancia. Porque la
infancia no es bella. Tanto que no puedo recordar con alegría a esa
niña de segundo grado, con cuadernos que solían ser acreedores de
la demanda de mayor prolijidad, que nunca supo peinarse ni sacarle
punta a los lápices.
Por
esos días la revista Para Ti —¡recién ahora percibo el arcaísmo
de ese nombre en el país del voseo!— traía postales. Era un
servicio patriótico: había que enviarlas al exterior para
contrarrestar la campaña antiargentina. Recuerdo una, tan inocente
como el gauchito. Niños rubios agitando banderitas nacionales. La
frase: los argentinos somos derechos y humanos. Quizás me gustaba la
foto, o querría haber sido una niña rubia bien peinada. Por algo la
recuerdo. Pero no la mandé.
Banderas
y niños. Un infante gaucho como símbolo mayor: inocencia y alegría.
Fábula de la infancia: la inocente alegría del no saber. El
problema es que se sabía, que esa niña que fui —que soy cuando
recuerdo—, sabía. Sabía que la tranquilidad de la siesta en el
Barrio Obrero de una ciudad bonaerense podía rasgarse con un
operativo militar. Sabía que Navidad no era nombre de la espera de
un gordo vestido de rojo, sino el momento de la frustración por otro
blanqueo no efectuado, el fin de otra espera. Sabía que ningún
festejo dejaba de estar amenazado por los relatos sobre el sonido de
un tren arrollando autos.
Todos
los días sabía y todos los días ignoraba. Porque sabía quería
ser una niña rubia -bien peinada- agitando una pequeña bandera
celeste y blanca; porque ignoraba creía que el problema era el
áspero sonido de los lápices sin punta en un papel. Los cuadernos
habrán sido tirados como restos poco memorables. La escuela está
allí, todavía a la espera de las ofrendas que cada generación debe
sacrificarle. Richard nunca tuvo legalización ni amnistía navideña.
Mi abuela esperó, hasta su muerte, escuchar que su nieto golpeara a
su puerta. Casi en secreto me contó que cada noche despertaba
sobresaltada, imaginando esos golpes.
Yo: todavía huyendo de eso que fue juego e infierno. Todos los días.
Yo: todavía huyendo de eso que fue juego e infierno. Todos los días.
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