martes, 3 de septiembre de 2013

Todos los días - María Pía López



Todos los días. Todos los santos días: de lunes a viernes. La escuela esperaba. Estaba ahí, había que llegar a ella, aceptar su acogedor abrazo. Darle su alimento: nuestra obediencia y nuestra indisciplina. Darle los cuadernos.
Todos los días cuadernos pintados. Con pequeñas banderas -pintadas con lápices de colores- de los países que ese día jugaban un partido. Creo recordar que un gauchito dibujado era parte de los dones cotidianos a la escuela.
Todos los días, dibujar y pintar. Una y otra bandera. Razones pedagógicas, quizás: un presunto interesado camino hacia el saber histórico y geográfico. El fútbol sería el camino apasionado hacia ese anaquel de conocimientos. Pero la pedagogía fracasó conmigo.
Todos los días, la pedagogía de los lápices de colores produjo odio. Sólo eso: no recuerdo ninguna bandera. Apenas, por reiteración, la de Argentina. Quizás se debió a que no quería levantarme de la cama para hacer los deberes. Sin saber que evocaba a Onetti, pretendía que la escritura y la horizontalidad eran compatibles. Quizás se debió, también, a que la ociosidad alcanzaba, con peculiar insistencia, al acto de sacar puntas a los lápices. La horizontalidad y las puntas rasposas imposibilitaron todo placer y cualquier aprendizaje.
Todos los días, odio al mundial. Si había partidos, había banderas. Si había banderas, había que pintarlas. Y encima, el gauchito. Varias desconfianzas deben provenir de esos días: frente al festejo futbolístico, frente a la escuela, frente a la infancia. Porque la infancia no es bella. Tanto que no puedo recordar con alegría a esa niña de segundo grado, con cuadernos que solían ser acreedores de la demanda de mayor prolijidad, que nunca supo peinarse ni sacarle punta a los lápices.
Por esos días la revista Para Ti —¡recién ahora percibo el arcaísmo de ese nombre en el país del voseo!— traía postales. Era un servicio patriótico: había que enviarlas al exterior para contrarrestar la campaña antiargentina. Recuerdo una, tan inocente como el gauchito. Niños rubios agitando banderitas nacionales. La frase: los argentinos somos derechos y humanos. Quizás me gustaba la foto, o querría haber sido una niña rubia bien peinada. Por algo la recuerdo. Pero no la mandé.
Banderas y niños. Un infante gaucho como símbolo mayor: inocencia y alegría. Fábula de la infancia: la inocente alegría del no saber. El problema es que se sabía, que esa niña que fui —que soy cuando recuerdo—, sabía. Sabía que la tranquilidad de la siesta en el Barrio Obrero de una ciudad bonaerense podía rasgarse con un operativo militar. Sabía que Navidad no era nombre de la espera de un gordo vestido de rojo, sino el momento de la frustración por otro blanqueo no efectuado, el fin de otra espera. Sabía que ningún festejo dejaba de estar amenazado por los relatos sobre el sonido de un tren arrollando autos.

Todos los días sabía y todos los días ignoraba. Porque sabía quería ser una niña rubia -bien peinada- agitando una pequeña bandera celeste y blanca; porque ignoraba creía que el problema era el áspero sonido de los lápices sin punta en un papel. Los cuadernos habrán sido tirados como restos poco memorables. La escuela está allí, todavía a la espera de las ofrendas que cada generación debe sacrificarle. Richard nunca tuvo legalización ni amnistía navideña. Mi abuela esperó, hasta su muerte, escuchar que su nieto golpeara a su puerta. Casi en secreto me contó que cada noche despertaba sobresaltada, imaginando esos golpes.
Yo: todavía huyendo de eso que fue juego e infierno. Todos los días.

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