Los de arriba, los de abajo y los del medio, adaptado de “Patas arriba. La escuela del mundo al revés” – Eduardo Galeano

En
el océano del desamparo, se alzan las islas del privilegio. Son
lujosos campos de concentración, donde los poderosos sólo se
encuentran con los poderosos y jamás pueden olvidar, ni por un
ratito, que son poderosos. En algunas de las grandes ciudades
latinoamericanas, los secuestros se han hecho costumbre, y los niños
ricos crecen encerrados dentro de la burbuja del miedo. Habitan
mansiones amuralladas, grandes casas o grupos de casas rodeadas de
cercos electrificados y de guardias armados. Los niños ricos viajan,
como el dinero, en autos blindados. No conocen, más que de vista, su
ciudad.
Ellos
no viven en la ciudad donde viven. Tienen prohibido este vasto
infierno que acecha su minúsculo cielo privado. Más allá de las
fronteras, se extiende una región del terror donde la gente es
mucha, fea, sucia y envidiosa. En plena era de la globalización, los
niños ya no pertenecen a ningún lugar, pero los que menos lugar
tienen son los que más cosas tienen: ellos crecen sin raíces,
despojados de la identidad cultural, y sin más sentido social que la
certeza de que la realidad es un peligro. Su patria está en las
marcas de prestigio universal, que distinguen sus ropas y todo lo que
usan, y su lenguaje es el lenguaje de los códigos electrónicos
internacionales. En las ciudades más diversas, y en los más
distantes lugares del mundo, los hijos del privilegio se parecen
entre sí, en sus costumbres y en sus tendencias, como entre sí se
parecen los shopping
centers y
los aeropuertos, que están fuera del tiempo y del espacio. Educados
en la realidad virtual, se deseducan en la ignorancia de la realidad
real, que sólo existe para ser temida o para ser comprada.
Fast
food, fast cars, fast life: desde
que nacen, los niños ricos son entrenados para el consumo y para la
fugacidad, y transcurren la infancia comprobando que las máquinas
son más dignas de confianza que las personas. Cuando llegue la hora
del ritual de iniciación, les será ofrendada su primera coraza todo
terreno, con tracción a cuatro ruedas.
Mucho
antes de que los niños ricos dejen de ser niños y descubran las
drogas que aturden la soledad y enmascaran el miedo, ya los niños
pobres están aspirando gasolina o pegamento. Mientras los niños
ricos juegan a la guerra con balas de rayos láser, ya las balas de
plomo amenazan a los niños de la calle.
En
América latina, los niños y los adolescentes suman casi la mitad de
la población total. La mitad de esa mitad vive en la miseria. Hay
cada vez más niños pobres en las calles y en los campos de esta
región que fabrica pobres y prohíbe la pobreza. Niños son, en su
mayoría, los pobres; y pobres son, en su mayoría, los niños. Y
entre todos los rehenes del sistema, ellos son los que peor la pasan.
La sociedad los exprime, los vigila, los castiga, a veces los mata:
casi nunca los escucha, jamás los comprende.
Después
de aprender a caminar, aprenden cuáles son las recompensas que se
otorgan a los pobres que se portan bien: ellos, y ellas, son la mano
de obra gratuita de los talleres, las tiendas y las cantinas caseras,
o son la mano de obra a precio de ganga de las industrias de
exportación que fabrican ropa deportiva para las grandes empresas
multinacionales. Son esclavitos o esclavitas de la economía familiar
o del sector informal de la economía globalizada, donde ocupan el
escalón más bajo de la población activa al servicio del mercado
mundial.
Son
incontables los niños pobres que trabajan, en su casa o afuera, para
su familia o para quien sea. En su mayoría, trabajan fuera de la ley
y fuera de las estadísticas. ¿Y los demás niños pobres? De los
demás, son muchos los que sobran. El mercado no los necesita, ni los
necesitará jamás. No son rentables, jamás lo serán. Desde el
punto de vista del orden establecido, ellos empiezan robando el aire
que respiran y después roban todo lo que encuentran. Entre la cuna y
la sepultura, el hambre o las balas suelen interrumpirles el viaje.
El mismo sistema productivo que desprecia a los viejos, teme a los
niños. La vejez es un fracaso, la infancia es un peligro.
En
los países latinoamericanos, la hegemonía del mercado está
rompiendo los lazos de solidaridad y haciendo trizas el tejido social
comunitario. ¿Qué destino tienen los nadies, los dueños de nada,
en países donde el derecho de propiedad se está convirtiendo en el
único derecho? ¿Y los hijos de los nadies? A muchos, que son cada
vez más muchos, el hambre los empuja al robo, a la mendicidad y a la
prostitución; y la sociedad de consumo los insulta ofreciendo lo que
niega.
Entre
una punta y la otra, el medio. Entre los niños que viven prisioneros
de la opulencia y los que viven prisioneros del desamparo, están los
niños que tienen bastante más que nada, pero mucho menos que todo.
Cada vez son menos libres los niños de clase media. A estos niños
les confisca la libertad, día tras día, la sociedad que sacraliza
el orden mientras genera el desorden. El miedo del medio: el piso
cruje bajo los pies, ya no hay garantías, la estabilidad es
inestable, se evaporan los empleos, se desvanece el dinero, llegar a
fin de mes es una hazaña. Bienvenida, clase media, saluda un cartel
a la entrada de uno de los barrios más miserables de Buenos
Aires. La clase media sigue viviendo en estado de impostura,
fingiendo que cumple las leyes y que cree en ellas, y simulando tener
más de lo que tiene; pero nunca le ha resultado tan difícil cumplir
con esta abnegada tradición. Está la clase media asfixiada por las
deudas y paralizada por el pánico, y en el pánico cría a sus
hijos. Pánico de vivir, pánico de caer: pánico de perder el
trabajo, el auto, la casa, las cosas, pánico de no llegar a tener lo
que se debe tener para llegar a ser. En el clamor colectivo por la
seguridad pública, amenazada por los monstruos del delito que
acecha, la clase media es la que más alto grita. Defiende el orden
como si fuera su propietaria, aunque no es más que una inquilina
agobiada por el precio del alquiler y la amenaza del desalojo.
Atrapados
en las trampas del pánico, los niños de clase media están cada vez
más condenados a la humillación del encierro perpetuo. En la ciudad
del futuro, que ya está siendo ciudad del presente, los teleniños,
vigilados por niñeras electrónicas, contemplarán la calle desde
alguna ventana de sus telecasas: la calle prohibida por la violencia
o por el pánico a la violencia, la calle donde ocurre el siempre
peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida.
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