Por
Mariano Narodowski Diario Clarín,
Miércoles 28-01-2004
La
nueva forma de cultura popular expresa los cambios producidos en la
vida cotidiana de los más empobrecidos y muestra como natural
situaciones que son efecto de condiciones políticas y económicas.
Con el incremento de la exclusión social que tuvo lugar en la Argentina en los últimos años, apareció una forma de cultura popular que dice expresar esos cambios en la vida cotidiana de los sectores más empobrecidos: la cumbia villera.
La
cumbia villera se posiciona como un producto eficaz para la
construcción de una estética vinculada a los pobres, sus
vidas, su trabajo, su sexo, su cuerpo, sus adicciones. Se trata
de mostrar los efectos que se producen en un país con el 60% de
habitantes bajo la línea de pobreza, la mitad de ellos indigentes, y
uno de cada cinco miembros de su población económicamente activa
sin trabajo, muchos viviendo en villas miserias y asentamientos que
han crecido en número año a año.
La
cumbia villera inunda la televisión y las discos, pero con muy pocas
excepciones produce recitales. Expresión típicamente mediatizada,
procesa la marginalidad y la hace redituable en términos del mercado
de la TV y del negocio de la noche: es la existencia
mercantilizada de la infancia y la adolescencia excluidas.
La
cumbia villera introdujo a la villa en la música popular. Es raro
encontrar letras de canciones de música popular que la refieran en
el tango o en el folclore, y muy poco en el rock nacional.
El
pobre de la cultura popular argentina era el obrero urbano, el
campesino, el estibador portuario, el trabajador tradicional, “en
blanco” y sindicalizado. Su hábitat era “la casita humilde”,
“el rioba”, el “rancho o el ranchito” o a lo sumo el
conventillo o la pieza de pensión. Su actitud era humilde y
expectante. Su destino podía llegar a ser revolucionario, pero sus
hábitos eran moralmente correctos (en contraposición a los de los
ricos, que “embriagaban a Lulú con su champagne para negarle el
aumento a un pobre obrero”). Era una pobreza digna, emprendedora,
trabajadora, sana. Los niños eran el futuro y las mujeres, “las
compañeras”. La única mancha que podía hacerse ver era la
ingesta exagerada de alcohol, que se justificaba por las penurias que
los pobres debían soportar. El pobre era naturalmente solidario y
luchador.
Para
la cumbia villera, la pobreza no es algo de lo que haya que
lamentarse, pero su exaltación ya no es revolucionaria sino
profundamente conservadora: los villeros no van a generar ningún
cambio social.
El
villero es relatado como delincuente, marginal, fuera de la ley. En
la villa no se trabaja, se “chorea”.
La Policía está vista como un antagonista central pero no en los
términos antiautoritarios que denunciaba la música de los setenta
sino en términos delictuales: mientras que el pobre de antaño se
percibía como infractor natural de los códigos de una sociedad
injusta, el
villero de la cumbia villera es un contraventor natural del Código
Penal.
La cumbia villera nos muestra como natural algo que para la tradición
moderna era anatema: el niño ladrón, el pibe chorro.
La
reprochable pero justificada tentación alcohólica fue reemplazada
por un constante panegírico del vino o la “birra”, pero
especialmente del pegamento, la marihuana y la cocaína. Una
exaltación del apego a estas sustancias aparece con algún matiz en
alguna canción sobre los males que la cocaína puede acarrear o
sobre la imposibilidad (o incluso la inutilidad) de “rescatarse”.
“Aguantar” y “tomar falopa” son las voces de mando de la
cumbia villera. Pero la ingesta no tiene un fin experimental o de
compensación frente a problemas sociales sino que hace a la
constitución de la propia identidad villera.
También
en esto la cumbia villera produce una ruptura en la música
popular argentina, en la que las drogas tenían una presencia
lateral y a las que se invocaba con eufemismos en algunas letras de
rock nacional. Por el contrario, la cumbia villera exalta en forma
directa el consumo de drogas prohibidas (es tema en la mayoría de
las canciones), llamándolas por su nombre (o con sustitutos obvios
como “coca”, “yerba” o “aspirina”) y denunciando como
“careta” o “pancho” al que no se droga.
Música
para la antipolítica
La
cumbia villera no es apolítica: es antipolítica. El
poder no son las instituciones republicanas, la opresión capitalista
o el imperialismo: el poder es el dinero, las drogas o el sexo. No
hay proyecto político que defender más que la propia subsistencia.
No hay revolución, sólo “aguante”, entendido como complicidad
frente a la Policía, a las adicciones, a la ilegalidad en general.
La
cumbia villera no propone ni el bien común ni el bien del sector al
que pertenece, sino la salvación individual, usualmente
por la vía del delito contra la propiedad (en general contra la
pequeña propiedad, el pobres contra pobres) y la
autodestrucción. Es como el hecho estético (maldito) del
país exclusor para así reinar en el mercado mediático.
En
la cumbia villera, las mujeres nunca son “compañeras”. O son
“las pibas”, y en ese caso son cómplices asexuadas, o son
objetos sexuales evidentes. Son explícitamente “putas”, pero no
en sentido tradicional de una prostituta sino en el de mujeres
fáciles, a las que se les asigna una actividad sexual despreocupada
y al servicio de la coacción masculina. Casi no hay
canciones de amor (excepto de amor a la cocaína) y las
mujeres no son idolatradas como en el bolero, el cuarteto cordobés o
la cumbia tradicional.
La
visión tradicional de clase media que convertía a cualquier villero
en un marginal de la ley y a cualquier villera en prostituta, se ha
convertido en la expresión estética de los que dicen pertenecer a
la villa y cantar lo que en ella acontece. La cumbia villera nos
acostumbra a que no hay otro destino posible para la
exclusión social y nos muestra como natural lo que
es el efecto de condiciones políticas y económicas. Su
aceptación pasiva y acrítica es otro síntoma de la necesidad de
que nuestra sociedad no debe dar por obvias las condiciones sociales
por la que atraviesan miles de argentinos y hacer que rechacemos la
visión que postula que la marginalidad vino para quedarse.
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