Horacio
Quiroga: cita con la fatalidad
Hace
setenta años (1937/2007), el escritor uruguayo se suicidaba con
cianuro. El halo de muertes que rodeó su vida la transformó en un
destino literario y a su obra, en un eslabón de esa historia
trágica. Aquí, la lectura de un conflicto común a varios
escritores.
La
mujer había bebido una dosis de veneno suficiente, pero la muerte
puede ser tan intrincada e ingobernable como cualquier suceso de la
vida. Por eso la mujer, a la que se supone muy bella, tuvo una agonía
de tres días. Su marido la acompañó, tratando de rescatarla, le
pidió perdón, no debieron de faltar las frases de amor, las
confesiones. Algunos se animan a sospechar o imaginar que el hombre
llevó un diario de esa agonía, que no pudo resistir la tentación
de escribir sobre ella. Cuando finalmente la mujer murió, el hombre
oscuro, insobornable, quemó toda su ropa, hizo desaparecer cualquier
objeto que hablara de su persona, destruyó sus fotos. En un supuesto
álbum familiar a la imagen de Ana María Cirés le corresponde una
página en blanco. Tal vez porque esa muerte le trajo a Horacio
Quiroga la presencia de otras muertes que se sucedieron de modo casi
irreal en su biografía y le daban la certeza atroz de que no habían
terminado. Su destino estaba trazado como el recorrido perfecto de
una flecha. Esas que siempre dan en el blanco.
A
setenta años de su suicidio, ocurrido el 19 de febrero de 1937,
queda claro que la muerte en Quiroga no es sólo un dato biográfico,
sino la clave para pensar su vida y su literatura. Un héroe griego
que, lejos de elegir, entiende que su principal oponente lo ha
elegido a él.
Caer
en la enumeración de sus muertes cercanas resulta inevitable: tenía
dos meses cuando su padre se mata en una cacería, accidentalmente,
en Salto, Uruguay, su lugar de nacimiento. Su padrastro se suicida
cuando Quiroga era un adolescente. En 1901, mueren dos de sus
hermanos, de fiebre tifoidea. Ese mismo año, mientras limpiaba un
arma, una bala se dispara y ocasiona la muerte de uno de sus amigos.
Después vendrán los suicidios de su amiga Alfonsina Storni y el ya
relatado de su primera esposa. Le seguirán el de otro colega y
amigo, Leopoldo Lugones (1938) y el de los tres hijos de Quiroga,
ocurridos después de la muerte del escritor.
Estos
hechos escenifican el conflicto vida/literatura. Una marca que
envuelve la vida de varios escritores donde los dos mundos compiten
por su valor de realidad. En uno de sus ensayos, Ricardo Piglia
resumió estas tensiones: "Esa fantasía extraña de los
escritores de dejar de ser escritores o de conseguir una experiencia
que sea más intensa que lo que se supone que es la experiencia de la
literatura. Entonces la fantasía de la muerte de la literatura es
como el acceso a lo real mismo".
La
decisión de Horacio Quiroga de ir a vivir a la selva misionera
podría pensarse como la construcción de una experiencia que
volviera minúscula la tarea de la escritura. Frente al desafío que
la selva presentaba, la idea de aventura y el trabajo manual al que
siempre quiso dedicarse, surgió en él la fantasía de abandonar la
tarea de escritor, como si el hecho de continuar siéndolo potenciara
su destino trágico. Tal vez pensaba que, al intentar mutar en un
"hombre común", el drama de la muerte habría de alejarse.
De esa manera podría eliminar el carácter excepcional de los
escritores que sienten la presión de escribir sobre la muerte.
Por
supuesto, no fue esto lo que ocurrió. Quiroga decidió su travesía
en la selva como el autor de una novela de aventuras, como el
romántico personaje de un filme de Werner Herzog o como un
rousseauniano que quiere vivir en un mundo anterior a la cultura pero
después vuelve al papel, convierte esa experiencia en materia
literaria y se ubica, en la línea de fuego.
Jorge
Lafforgue, comenta: "Lo que hace magistralmente Horacio Quiroga,
por ejemplo en el cuento ''A la deriva'' (1912), es contar ese
momento donde la muerte te está tocando los talones".
El
precio de escribir
Este
hombre ha dejado de lado, por un momento, esos inventos con los que
esperaba conseguir algún dinero. Vuelve al papel para escribir. Pone
la fecha: 16 de marzo de 1911 y anota, como cualquier persona
preocupada por la economía doméstica: "Vivo de lo que escribo.
''Caras y Caretas'' me paga $ 40 por página, y endilgo 3 páginas
más o menos por mes. Total $ 120 mensual. Con esto vivo bien".
Una
página: 40 pesos. ¿Existe un modo más implacable de terminar con
la mística y la idealización de la tarea de escritor? El escritor
profesional, aquel que entiende que la literatura está atravesada
por el dinero, sufre de un modo más descarnado el conflicto
vida/literatura. "Los escritores del siglo XIX", explica
Lafforgue, "veían la literatura como una actividad secundaria
en relación con la política. (Bartolomé) Mitre dirigía la guerra
del Paraguay mientras traducía La Divina Comedia. Con el pasaje del
siglo XIX al XX, surge la figura del escritor profesional, de la que
Quiroga es un pionero".
El
extranjero
"Sólo
conozco mi escritorio y lo detesto", dijo la poeta austríaca
Ingeborg Bachmann. "¿Qué quién me obliga? Nadie, por
supuesto. Es una compulsión, una obsesión, una condena, un
castigo." Pero también afirma: "Yo existo sólo cuando
escribo, no soy nada cuando no escribo, soy completamente extraña a
mí misma, desentono conmigo misma cuando no escribo".
El
escritor, alejado de la invención literaria, es un ser desubicado,
que no termina de adaptarse a la vida que le atrae y que la
literatura le quita como posibilidad de disfrute. Como si la
literatura provocara una vida plagada de incomodidades.
Al
cumplirse treinta años de la muerte de Quiroga, Rodolfo Walsh fue a
San Ignacio y entrevistó a algunos vecinos del escritor que
resultaron poco benévolos al referirse al autor de Anaconda:
"Quiroga araba de frac y comía cosas raras. En los carnavales
usaba una fumigadora para empapar a los transeúntes desde su
fortacho. Juez de paz, se olvidaba de inscribir los nacimientos y
hasta hoy sigue apareciendo gente que no estaba anotada en ninguna
parte".
Más
allá de que Walsh señalara la dudosa certeza de estos comentarios,
Quiroga no se adaptaba a vivir como un misionero más, por el
contrario, profundizaba su condición de "raro".
Quiroga
descubre una historia allí donde el acostumbramiento que produce la
realidad suele diluirla. En su literatura, lo extraordinario surge
con total naturalidad. La locura aparece como una expresión de lo
fantástico. Las muertes accidentales (o no) que rodean su vida
pueden esconderse en un almohadón de plumas. Quiroga ve tragedia
donde otros ven normalidad.
Además
le ocurren episodios que parecen salidos de los libros y construye su
vida de un modo literario. Piglia ha señalado cómo sujetos
invadidos por la literatura encuentran escenas que han leído,
plasmadas en sus vidas. Y se anima a decir algo más: "Para mí
es mucho más interesante la literatura que la vida. Primero porque
tiene una forma más elegante, y segundo, porque es una experiencia
mucho más intensa".
¿Qué
le habría contestado Quiroga? Tal vez se habría parado frente a él
con su mameluco sucio, el que usaba a la hora de enfrascarse en sus
inventos, y le habría mostrado el cadáver de sus hijos, de su
esposa, de su padre, de sus amigos. l no pudo elegir entre vida y
literatura: la primera se le impuso de manera contundente.
Puntos
finales
Hacia
1934, Quiroga deja de escribir. Lafforgue refiere que en la
correspondencia a César Tiempo confiesa: "Yo ya escribí cien
cuentos y dije todo lo que tenía que decir". A través del
epistolario, continúa Lafforgue, se ven en sus últimos años de
vida una serie de tensiones que, aunque habían estado siempre
presentes, explotaron en esta etapa.
El escritor italiano
Cesare Pavese termina su diario El oficio de vivir con esta frase:
"No palabras. Un gesto. No escribiré más". En 1950, a los
41 años, se mata con una dosis de somníferos.
La muerte y la idea de
suicidio están, desde el comienzo, en la literatura de Alejandra
Pizarnik. En la única obra de teatro que escribió, Los poseídos
por las lilas, el personaje de Carol termina diciendo: "No
quiero hablar, quiero vivir". Hablar equivale a escribir; varias
veces los personajes de Pizarnik repiten este verso: "Estoy
escribiendo con la voz". Dejar de escribir habría implicado,
una vez más, salir a la vida, pero Pizarnik también encontró en
las pastillas el final de su historia. El escritor que finalmente
consigue abandonar la literatura pensando que así se librará de su
estigma de extranjero permanente, no hace más que confirmar que
fuera de la literatura no es posible vivir. O así lo parece.
Sylvia Plath era una
rubia tan bella como cualquier estrella de cine. A los 31 años,
vivía con sus dos hijos en Londres, en la que había sido la casa de
W. B. Yeats. Se estaba convirtiendo en la escritora que siempre había
soñado ser. Así lo manifestaba en las cartas que le enviaba a su
madre: "Soy una escritora genial". Por fin alcanzaba el
reconocimiento profesional que debería haberla convertido en una
mujer feliz. Pero, tras su divorcio del poeta inglés, Ted Hughes,
sus ideales de construir una vida perfecta se derrumbaron. Esta rubia
que leía Medea y decía que no quería dedicarse solamente al
cuidado de sus hijos, sino escribir y ser famosa, metió la cabeza en
el horno la noche del 11 de febrero de 1963 y murió por inhalación
de gas. Otro modo de decir que con la literatura tampoco no alcanza.
Y puede que sea la
literatura la que aliente esta idea extrema, la que despierte la
lucidez para no ser indulgente con los propios fracasos.
La escritora inglesa
Virginia Woolf no podía, en plena sociedad victoriana, hablar de los
abusos que había sufrido en la infancia, ni de su homosexualidad.
Tampoco pudo soportar esas voces que, según ella, no le permitían
escribir bien. Que una de las principales exponentes del "fluir
de la conciencia", técnica que utiliza la voz y el pensamiento
de sus personajes como punto de vista narrativo, haya padecido de
alucinaciones auditivas, parece un chiste de humor negro. Virginia
Woolf, refugiada en el campo, escribiendo, tampoco era feliz. Se
llenó los bolsillos de piedras y murió ahogada.
Quiroga, personaje
literario
El hombre está, ahora,
en la cama de un hospital. Lo cuida un enfermero parecido a
Quasimodo; esta escena de su vida tiene, también, el tono gótico de
sus cuentos. Días atrás, en una carta, manifestaba ciertas
esperanzas de curación pero cuentan que él escuchaba
disimuladamente al médico mientras éste declaraba que la operación
no era posible. Este hombre no tiene ganas de vivir otra agonía.
Prefiere el veneno, como Madame Bovary.
Borges dijo alguna vez:
"Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La
invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución
de una incomparable torpeza". Tal vez Borges habría sido un
lector fascinado de la vida de Quiroga si la hubiera encontrado, al
azar, en alguno de los tomos de su biblioteca y Quiroga se hubiera
llamado Kilpatrick o Vincent Moon. Es más, Quiroga podría haber
sido un personaje borgeano, de esos que jamás escapan a la
circularidad de su destino.
Clarin. 24/02/07
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