Eso
así. Pedro Alberto
Zubizarreta
El
Cholito se muere. El Cholito se va. La enfermedad lo atraviesa de
lado a lado. Cinco años tiene. Cinco escasos años y la vida ya lo
quiere dejar. Ahora no sufre. Ahora no. Está medio dormido, eso sí.
Es por la medicación que le dan los doctores para sacarle el dolor.
Junto a la cama del Cholito están los padres derramando lágrimas
que se abrazan y corren juntas. El Cholito tiene la panza hinchada y
le cuesta respirar. Cuando el Cholito empezó con el dolor en la
pierna les dijeron que no era nada. Varios médicos lo miraron. Lo
miraron un poco por encima, eso sí. Pero qué puede uno hacer, si
los hospitales están sin recursos y el papá del Cholito perdió la
seguridad social cuando se quedó sin trabajo. Lo llevaron a un
médico privado, que sólo lo atendió cuando reunieron el dinero
para pagar la consulta por adelantado. El médico privado tampoco lo
examinó demasiado. Diagnosticó “dolores del crecimiento”, eso
sí. Todo crecimiento va acompañado de dolor, todos menos justamente
el que aludía el facultativo. El crecimiento de los huesos no duele.
Pero qué puede saber un padre que apenas completó tres años de la
enseñanza primaria. Qué le puede exigir a un médico que pasó por
una universidad y salió de ella más miope y egoísta que cuando
entró. Nada, sólo agacha la cabeza y acepta. Aunque el Cholo se
haya seguido quejando, sin poder dormir a la noche, eso sí. El
tiempo fue pasando y el dolor en aumento, acompañado por hinchazón
en la rodilla. Artritis, les dijeron. El “güesero” del pueblo le
quiso acomodar la rodilla, pero se le fracturó el fémur en el
intento. Entonces llegó el momento de viajar a la gran ciudad. El
Cholito en un grito con cada cimbronazo del autobús. El viaje largo.
La llegada a Buenos Aires, con su multitud anónima hirviendo en la
Terminal de Ómnibus. Finalmente llevaron al Cholo al Hospital
grande. Los médicos estaban serios, mirando placas radiográficas de
la rodilla y del tórax. Le practicaron una biopsia. Después vino un
médico a hablarles de la enfermedad, que era maligna y se había
desparramado por los pulmones. No respondió al tratamiento de
quimioterapia y el Cholo empeoró. La pierna se hinchó como un
zapallo.
Cholo,
Cholito, no te morís solamente de cáncer, también te morís de
analfabetismo, de miseria, de desnutrición, de marginalidad. Te
morís de injusticia. Te morís de deuda externa. Te morís de
anonimato. Te morís de tan pequeño. Te morís aplastado en las vías
del desarrollo. Te morís de intereses ajenos. Te morís de extremo
sur. Te morís, eso sí.
Las
malas palabras. Roberto Fontanarrosa
La
pregunta es por qué son malas las malas palabras,¿quién las
define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de
mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen
actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define
como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en
palabras malas, ¿no es cierto?
Muchas
de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente
las haga intrascendentes. De todas maneras, algunas de las malas
palabras... no es que haga una defensa quijotesca de las malas
palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso natural.
Yo
me acuerdo de que en mi casa mi vieja no decía muchas malas
palabras, era correcta. Mi viejo era lo que se llama un mal hablado,
que es una interesante definición. Como era un tipo que venía del
deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba
boca sucia, una palabra un poco antigua pero que se puede seguir
usando.
Era
otra época, indudablemente. Había unos primos míos que a veces
iban a mi casa y me decían: “Vamos a jugar al tío Berto”.
Entonces iban a una habitación y se encerraban a putear. Lo que era
la falta de la televisión que había que caer en esos juegos
ingenuos.
Ahora,
yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas
palabras. A mí eso no me preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me
preocuparía es que no tengan una capacidad de transmisión y de
expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había
un coso, que tenía un coso y acá le salía un coso más largo”. Y
uno dice: “¡Qué cosa!”.
Yo
creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos
a marginar, a cortar esa posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos
dan bola y hablan como les parece. Pienso que las malas palabras
brindan otros matices. Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal
el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno más se puede
defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las
denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad,
por fuerza y por contextura física.
No
es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un
pelotudo. Tonto puede incluir un problema de disminución
neurológico, realmente agresivo. El secreto de la palabra “pelotudo”
está en la letra “t”. Hay una palabra maravillosa, que en otros
países está exenta de culpa, que es la palabra “carajo”. Tengo
entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo
alto de los mástiles de los barcos. Mandar a una persona al carajo
era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra. Al punto de
que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho“, que es de una
debilidad y de una hipocresía…
Cuando
algún periódico dice “El senador fulano de tal envió a la m… a
su par”, la triste función de esos puntos suspensivos merecería
también una discusión.
Lo
que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las
malas palabras. Lo que pido es una amnistía para las malas palabras,
vivamos una vida sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje
porque las vamos a necesitar.
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