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jueves, 22 de agosto de 2013
jueves, 15 de agosto de 2013
Axolot - Julio Cortázar
Axolot -
Julio Cortázar
Hubo
un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al
acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos,
observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un
axolotl.
El
azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París
abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por
el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los
verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los
leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y
oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas
y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi
pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares
hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora
mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En
la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que
los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una
especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo
sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas
y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado
ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos
de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación
de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de
que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa
más) como el de hígado de bacalao.
No
quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente
al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de
mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al
recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los
acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto
porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados,
que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo
uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante
el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se
amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán
angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve
ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando
con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi
avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras
silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé
mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras
para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido
(pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un
pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez
de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro
cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se
fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de
una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas
minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos
orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente
carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada
que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un
diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo
y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza
vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le
daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo.
La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo
de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina
hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la
cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres
ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias
supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las
ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una
pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con
suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el
acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la
cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas,
fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue
su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi
a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad
secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad
indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias,
el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación
(algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me
probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que
pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado
de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la
simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los
ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente,
de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el
guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos
áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las
criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal,
delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de
oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome
desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y
sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un
axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez.
Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que
cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La
absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó
que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías
fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también
manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los
axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso
miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía
fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los
axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa
humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo,
infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión
desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y
sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje:
«Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de
consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome
inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se
enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez
me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de
sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había
encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como
testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble
frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos
transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y
también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin
embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les
temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros
visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo
con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el
guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba
cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos
en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar
en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos
los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad,
adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro.
Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos
indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora
sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada
mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor.
Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento
amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo,
un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo
había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan
terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus
rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa
condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente
quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl
una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo
nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio
del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de
esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de
una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa,
vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el
vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio.
Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo
una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme
cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado
vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse
al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de
comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora
instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba
fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del
acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba
en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de
creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi
pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a
moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó
cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a
un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también
él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo
estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre,
incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros
ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él
volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin
asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me
pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una
costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en
él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él
se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero
los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su
obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al
principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en
cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora
soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo
porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de
piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo
en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y
en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar
que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento
va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Algo muy grave va a suceder en este pueblo - Gabriel García Marquez.
Imagínese usted un pueblo muy
pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y
una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una
expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y
ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el
presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que
esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a
jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola
sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la
carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó,
si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la
preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre
algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se
ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una
nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la
forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una
carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá
amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de
los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar
carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el
momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos,
porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar
preparado.
El carnicero despacha su carne y
cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la
gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando
y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme
cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para
no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota
la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.
Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando
que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de
la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está
haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha
hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los
músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a
la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora
nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando
hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza
desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a
ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido
pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión
para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por
irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo
me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus
animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde
está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros
también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar
literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona
el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre
lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros
incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero
pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la
señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a
pasar, y me dijeron que estaba loca.
martes, 6 de agosto de 2013
eso asi y las malas palabras
Eso
así. Pedro Alberto
Zubizarreta
El
Cholito se muere. El Cholito se va. La enfermedad lo atraviesa de
lado a lado. Cinco años tiene. Cinco escasos años y la vida ya lo
quiere dejar. Ahora no sufre. Ahora no. Está medio dormido, eso sí.
Es por la medicación que le dan los doctores para sacarle el dolor.
Junto a la cama del Cholito están los padres derramando lágrimas
que se abrazan y corren juntas. El Cholito tiene la panza hinchada y
le cuesta respirar. Cuando el Cholito empezó con el dolor en la
pierna les dijeron que no era nada. Varios médicos lo miraron. Lo
miraron un poco por encima, eso sí. Pero qué puede uno hacer, si
los hospitales están sin recursos y el papá del Cholito perdió la
seguridad social cuando se quedó sin trabajo. Lo llevaron a un
médico privado, que sólo lo atendió cuando reunieron el dinero
para pagar la consulta por adelantado. El médico privado tampoco lo
examinó demasiado. Diagnosticó “dolores del crecimiento”, eso
sí. Todo crecimiento va acompañado de dolor, todos menos justamente
el que aludía el facultativo. El crecimiento de los huesos no duele.
Pero qué puede saber un padre que apenas completó tres años de la
enseñanza primaria. Qué le puede exigir a un médico que pasó por
una universidad y salió de ella más miope y egoísta que cuando
entró. Nada, sólo agacha la cabeza y acepta. Aunque el Cholo se
haya seguido quejando, sin poder dormir a la noche, eso sí. El
tiempo fue pasando y el dolor en aumento, acompañado por hinchazón
en la rodilla. Artritis, les dijeron. El “güesero” del pueblo le
quiso acomodar la rodilla, pero se le fracturó el fémur en el
intento. Entonces llegó el momento de viajar a la gran ciudad. El
Cholito en un grito con cada cimbronazo del autobús. El viaje largo.
La llegada a Buenos Aires, con su multitud anónima hirviendo en la
Terminal de Ómnibus. Finalmente llevaron al Cholo al Hospital
grande. Los médicos estaban serios, mirando placas radiográficas de
la rodilla y del tórax. Le practicaron una biopsia. Después vino un
médico a hablarles de la enfermedad, que era maligna y se había
desparramado por los pulmones. No respondió al tratamiento de
quimioterapia y el Cholo empeoró. La pierna se hinchó como un
zapallo.
Cholo,
Cholito, no te morís solamente de cáncer, también te morís de
analfabetismo, de miseria, de desnutrición, de marginalidad. Te
morís de injusticia. Te morís de deuda externa. Te morís de
anonimato. Te morís de tan pequeño. Te morís aplastado en las vías
del desarrollo. Te morís de intereses ajenos. Te morís de extremo
sur. Te morís, eso sí.
Las
malas palabras. Roberto Fontanarrosa
La
pregunta es por qué son malas las malas palabras,¿quién las
define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de
mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen
actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define
como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en
palabras malas, ¿no es cierto?
Muchas
de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente
las haga intrascendentes. De todas maneras, algunas de las malas
palabras... no es que haga una defensa quijotesca de las malas
palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso natural.
Yo
me acuerdo de que en mi casa mi vieja no decía muchas malas
palabras, era correcta. Mi viejo era lo que se llama un mal hablado,
que es una interesante definición. Como era un tipo que venía del
deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba
boca sucia, una palabra un poco antigua pero que se puede seguir
usando.
Era
otra época, indudablemente. Había unos primos míos que a veces
iban a mi casa y me decían: “Vamos a jugar al tío Berto”.
Entonces iban a una habitación y se encerraban a putear. Lo que era
la falta de la televisión que había que caer en esos juegos
ingenuos.
Ahora,
yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas
palabras. A mí eso no me preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me
preocuparía es que no tengan una capacidad de transmisión y de
expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había
un coso, que tenía un coso y acá le salía un coso más largo”. Y
uno dice: “¡Qué cosa!”.
Yo
creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos
a marginar, a cortar esa posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos
dan bola y hablan como les parece. Pienso que las malas palabras
brindan otros matices. Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal
el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno más se puede
defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las
denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad,
por fuerza y por contextura física.
No
es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un
pelotudo. Tonto puede incluir un problema de disminución
neurológico, realmente agresivo. El secreto de la palabra “pelotudo”
está en la letra “t”. Hay una palabra maravillosa, que en otros
países está exenta de culpa, que es la palabra “carajo”. Tengo
entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo
alto de los mástiles de los barcos. Mandar a una persona al carajo
era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra. Al punto de
que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho“, que es de una
debilidad y de una hipocresía…
Cuando
algún periódico dice “El senador fulano de tal envió a la m… a
su par”, la triste función de esos puntos suspensivos merecería
también una discusión.
Lo
que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las
malas palabras. Lo que pido es una amnistía para las malas palabras,
vivamos una vida sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje
porque las vamos a necesitar.
Toda la intimidad de Monzón victor hugo
“Toda la intimidad de Monzón luego de `su última pelea…´”, columna escrita el lunes 1 de agosto de 1977 para Mundocolor.
MONTECARLO. — El hielo de su whisky se consume sobre la mesa de luz. Es el triunfador. El dueño de la noche. Es la bestia que le toma a la vida sus placeres más fáciles y codiciados. Cuando eleve su mirada al techo, seguramente, lujoso del hotel Hermitage, sentirá como pocas veces que es un ganador. Quizás piense que además de la gloria definitiva, de Natalie y su ofrenda insólitamente sumisa, de ese cigarrillo y esa bebida que significan su vuelta “a la vida”, lo aguardan dentro de pocas horas cientos de miles de dólares. ¿Llegará al millón? Sí, es lo más factible. Llegarás. Mientras, es justo que aunque te duela, beses, y aunque no debas, fumes y bebas. Te lo has ganado con tu extraña mezcla de hombre-indio-macho- titánico gladiador. Te lo ganaste en la entereza para ponerte de pie cuando la contra de derecha de Valdez te paró en seco y se te vino el techo encima, perplejo, por falta de costumbre, tocando la lona, perdedor, casi, de la última pelea de tu vida…
Mas lo ganaste, cuando la mirada se volvió normal y comprendiste que deberías apelar a todo el fuego que preparaste desde la miseria de tu Santa Fe natal y que no pudieron quemar, la buena vida, los dólares y las mujeres. De pronto, estuvo muy claro que sólo te salvaría, si había en el gran Carlos Monzón toda la entereza de un verdadero campeón. Habrás pensado en Abel, el pibe oscurito que jamás te vio perder, que no debe verte perder. Es muy posible que por un momento te asustaras. ¿Y cómo salgo de ésta, con 35 pirulos y después de trece meses parados, de los cuales 9 me acosté a las siete de la mañana casi todos los días? ¿Cómo hago ahora con este negro agrandado que como nunca ve la posibilidad de hacerme harina? Pero abriste los ojos, miraste la pelea y, apenas te sentiste bien, comenzaste a sacudir los soberbios mamporrazos que te dieron fama de invencible. Poco a poco emparejaste la lucha, y comenzaste el lento, inexorable, dramático, andar hacia la victoria.
Victor Hugo Morales
regreso al cuadrilatero fontanarrosa
"Regreso
al cuadrilátero"de R. Fontanarrosa
Como
periodista especializado en el viril deporte de los puños, pienso
que ha llegado el momento de explicar al público las causas que
ocasionaron la suspensión de la tan esperada pelea Inolfo Soroeta –
Félix Durán Iguri. El tiempo ha pasado y la diferente óptica
que aporta el devenir de los días puede hacer más comprensible
aquel suceso, lejanas ya la emoción y la euforia.Debo
reconocer, ahora, que yo no estaba muy convencido de la vuelta
al ring de Félix Durán Iguri “El sibarita del cuadrilátero”.
Había pasado mucho tiempo desde que el muchacho de Villa Ángela
decidiera abandonar el boxeo, para ser más precisos, desde
aquella noche en que, combatiendo con el panameño naturalizado
irlandés Dely McNally, nolograra visualizar los números que
marcaban el paso de los rounds.–Los
números eran bien grandes –me reconocería Félix años después–
para que pudieran ser vistdesde las últimas filas cuando los
mostraban desde el ring las pibas. Pero yo no alcanzaba a
divisarlos.Comprendí, allí, que mi visión no era la mejor
para un pugilista.Esa disminución óptica, sumada al golpe que
sufrió Félix al enredarse en la primera cuerda cuando subió
al cuadrilátero, apresuraron su retiro.Y allí pareció cerrarse la
proficua y exitosa campaña del noble pegador chaqueño, uno
delos campeones argentinos y sudamericanos más brillantes que
hayamos tenido.Lo encontré un par de veces más luego de su
retiro y hallé a un hombre conforme con sudestino, habituado a
la comodidad de la vida de hogar, lejos de los fragores del
combate y la exigencia desmedida de los gimnasios. En un pequeño
negocio de su barrio, vendía esponjas, vendas y hasta aserrín que
su espíritu previsor lo había llevadoa recolectar durante su
prolongado paso por los rings del mundo.Pero de pronto estalló
la noticia: “Félix Durán Iguri vuelve a pelear”, “El
sibarita de Villa Ángela regresa al ring”. Confieso que me resistí
a creerlo y hasta llegué a pensar quese trataba sólo de alguna
delirante versión sin asidero lanzada por alguna publicación
sensacionalista. Recurrí al medio más directo para confirmar tal
especie: llamé a Félix.–Es
verdad, Gordo, vuelvo –me saludó desde el otro extremo de la
línea telefónica–. Tenés quecomprenderme, extraño el olor a
aceite verde, los ruidos del gimnasio, el salto dela soga y
aquellos trompadones fulminantes que solían pegarme en la ceja
izquierda.Corté sin contestarle. Intuí que Félix también añoraba,
aun ocultándolo, el clamor de las multitudes gritando su
nombre, su apellido en letras de molde, la gloria tras
cadavictoria sobre el cuadrilátero. Para colmo, otros púgiles, por
esos días, habían regresado a la lid tras largo ostracismo con
evidente éxito, y cito los casos de Ray “Sugar” Leonard,
Juan Domingo “Martillo” Roldán, Esteban “Neófito” Higgams y
Santos Benigno LaciarEl periodismo todo se hizo eco de la decisión
de Durán Iguri, saludando su pronta vuelta. Sólo la revista
católica Esquiú puso algún reparo a su intento, publicando
una plegaria extensa bajo el título de “Ofrenda adelantada por
quien volará a tus manos, Señor”.Y también el quincenario
médico Tiroides arriesgó una crítica sutil, advirtiendo sobre los
riesgos ciertos que corren las personas empecinadas en acusar el
peso correcto en la báscula, procurando dar la categoría.
Pero, en líneas generales, el ambiente deportivo celebró el
retorno del ídolo.Mi preocupación se tornó completo malestar
cuando me enteré de que la Asociación de Boxhabía elegido
como rival de Félix en su combate de reaparición a Inolfo
“Carpincho” Soroeta, un joven famélico de fama y con dos
puños que encerraban la potencia destructivade los proyectiles
antitanques.No quise asistir a los entrenamientos de Durán Iguri,
previos al combate. Supe, eso sí, que en los primeros días de
gimnasio, sus articulaciones rechinaban con sonidos que hacían mal a
los dientes y que sus flexiones de cintura consistían en
agacharse y luego agacharse un poco más, dado que le era
imposible recuperar la vertical.Que se había mostrado desenvuelto,
sin embargo, cuando gateaba hacia las duchas. Tampoco quise leer los
diarios anticipando el encontronazo. Pero no pude evitar ir a ver la
pelea, la noche del evento, ese 15 de mayo de 1978. Y
aguzaré mi memoria para contar con la mayor precisión posible
los detalles que fueron conduciendo los hechos a ese final
imprevisible.
El
Luna, recuerdo, tenía el aspecto de los grandes acontecimientos y
vino a mi mente, repetidas veces, aquella otra inolvidable
velada de la pelea Gatica Prada, cuando Alfredo fracturó la
mandíbula del recordado Mono. Y también aquella noche de
lapresentación de “Holiday on Ice” cuando la primera patinadora
se estrelló contra la valla de contención.Yo estaba prácticamente
sobre el ring, ya que me había agenciado una cámara
fotográficapara poder acercarme a los gladiadores. Pude apreciar,
entonces, el rostro imberbe y reconcentrado de Inolfo “Carpincho”
Soroeta, aguardando la llegada al tapiz delantiguo campeón. En su
bailoteo, no dejaba de observar el pasillo que traería los
pasos de Durán Iguri, el hombre que ya era una leyenda para el
boxeo latinoamericano, el púgil sobre quien él seguramente había
escuchado hablar desde la primera vez queentrara a un gimnasio.
Para colmo, Félix Durán Iguri tardó una eternidad en llegar
alring. Saludado por una ovación impresionante, se demoró
estrechando manos dejando un saludo acá y un frase allá, a
todo aquel que quisiera verlo de cerca, tocarlo, darle su voz de
aliento en el trayecto hacia el encordado. Allí pensé que
quizás ese solohecho, ese cálido recibimiento al ídolo de
otrora, podría justificar el esfuerzo sobrehumano de Félix por
recuperar la gloria de otros tiempos. Lo cierto es que Félix
Durán Iguri llegó a pisar la lona, no sin dificultad, y se
encaminó hacia el centro delring. A la luz despiadada de
los focos pude apreciar su cutis ajado, la calvicieque iba
descubriendo un cabello frágil y un ligero temblequeo de su
barbilla, producto, quizá, de los nervios.De cualquier modo, Félix
no dio tiempo a nada y sucedió lo que yo tanto temía. Se
acercó a su joven oponente que lo miraba con una mezcla de
respeto y reverencia, lo tomó del brazo y le dijo:–En
este mismo ring, pibe, cuando yo tenía tu edad, me acuerdo que
peleé con Tito “Azafrán”Piacenza, pobrecito, que ya murió.
Mirá, tendría más o menos tu mismo físico, algo más retacó,
pero rubio, porque era rubio Piacenza. ¿Sabés cómo le decían
a Piacenza? “El cartucho deLas Varillas”, porque parecía un
cartucho de municiones cuando golpeaba. Tiraba entodas direcciones y
sin embargo, esa noche a mí no me llegó a pegar una sola
trompada. Mirá, acá está el Gordo Santamaría que no me deja
mentir. ¿No es cierto, Gordo? Mi manager, que en ese entonces
era don Eusebio Colomina, me dijo en el descanso del cuarto
round: “Dejá que te pegue alguna trompada, porque tira tanto
aire cuando erra que ya me lo resfrió al Juancito”.
Juancito era Juancito Etcheverría, un pan de Dios Juancito, que
siempre nos ayudaba en el rincón. Acá, don Ismael, se debe
acordar. Ismael Arias, el árbitro del encuentro, asintió con la
cabeza.–Y
también solía venir Luisito Higueras –siguió Félix–, el pibe
que me hacía de esparring, hoinado también, pobrecito Luis,
tan buen chico. Y me acuerdo que Luisito se iba alalmacén que
había al lado de “La Triunfal” y se aparecía con un
paquetón de galletitas “La Vileta”. Todas las tardes se aparecía
con un paquete de galletitas, Luisito. Eran unasgalletitas
medias ovaladas, dulces, muy ricas con manteca o mermelada. No había
tarde en que no apareciera con las galletitas “La Violeta”
cuando todavía Venezuela eramano para acá, no como ahora. Y en
el gimnasio estaban Corpúsculo Beitía, Armandito Lucchón, Isidro
Soroeta... ¿no era nada tuyo ese Soroeta, pibe?–Mi
viejo.Pude ver cómo se transfiguraba de emoción el rostro
de Félix.–¡¿Tu
viejo?! ¿Isidro era tu viejo, pibe? –repetía incrédulo,
mirándolo con mayor detención,rival–. ¿Vos sos hijo de Isidro
Soroeta? ¡Pero mirá lo que son las cosas! Con tu viejo
fuimos grandes, pero grandes amigos. ¡Isidro Soroeta! Gran muchacho,
un caballero del deporte... ¡Mirá pibe... –Félix, siempre
tomando al muchacho por el brazo, señaló hacia un rincón del
Luna–. Tu viejo siempre se sentaba allá, en aquella punta;
cuando no peleaba, lógicamente, ahí donde está ese cartel de
zapatillas que en aquel entonces era de“Bragueros
Patria”. Y, desde ahí, yo lo escuchaba gritar, alentándome
“¡Vaaaamos Félix!”, poe él me decía Félix, con ese
vozarrón que tenía...–Sí,
tenía voz fuerte.–Un
vozarrón tenía tu viejo. ¡Pero mirá vos que alegría! ¡El
pibe Soroeta! Y había días que,u viejo... Vení, vení
sentate...Todos, con una confusión de sentimientos, vimos cómo
Félix Durán Iguri conducía a “Carpincho”Soroeta hasta su
propio rincón y lo sentaba en el banquito. Luego, se ponía en
cuclillas junto a él y continuaba el relato.–...y
con el Vasco Miguelito... ¿lo alcanzaste a conocer al Vasco
Miguelito?
–Sí,
sí, ¿cómo no?... Nos íbamos a cenar, después de las peleas,
a “El Fideo Fino”, de Pascoa, que ya no está más, y
fijate, pibe, que el Vasco no nos dejaba pagar, porque decíaque
guardáramos la guita para nuestras viejas, mirá vos la bondad
de ese hombre... ¡Semurió el vasquito! Una tarde me llamó
y lo fui a ver al hospital Centenario y me dijo “Félix
–porque me decía Félix– Félix, cuidalo al Tolo.Cuidalo al
Tolo”. El Tolo era un perro que él tenía, un salchicha. Y
se estaba muriendo el vasquito, pobrecito, de leucemia. Y fijate
vos que tu viejo, pibe, tu viejo, Isidro, tu Isidro, nuestro
Isidro, fue el que le sacó al Vasco, ya muerto, el protector
bucal para conservarlo de recuerdo. Ese era tu padre, pibe.
Había tardes en que nos íbamos al cine a ver tres de
cowboys...Fue a esa altura del relato que Inolfo “Carpincho”
Soroeta rompió a llorar, estrujadosu corazón por aquella catarata
de recuerdos y memorias. No nos sorprendió ya que, desde casi
cuarto de hora atrás, lloraban el árbitro, los jurados, quien
esto les cuenta y hasta gente que había parado la oreja desde
el ring-side.Cuando la campana llamó para el primer round, todavía
Félix estaba evocando la figurade “Chamuyito”, un canillita
que fuera amigo de todos los púgiles de entonces, hasta la
negra noche en que lo atropelló un trolebús. Y ambos, Félix y
el pibe Soroeta, lloraban como dos niños, como si no tuvieran
nada que ver con los dos combatientes, losdos gladiadores, los
dos leones que todos reconocíamos en la pelea.
Roberto
Fontanarrosa, en El mayor de mis defectos y otros cuentos,©1990 by
Ediciones de la Flor S.R.L. Buenos Aires, Ediciones de La Flor,
1990
La yacuaregazú y a la deriva
Roberto
Fontanarrosa: “La yacuaregazú” (NADA QUE PERDER)
1- Busquen razones (por lo menos 4) que permitan inscribir este cuento entre los humorísticos. Explíquenlas.
2- Qué recursos emplea R.F. (nombres de lugares, presencia de animales, etc.) para crear un contexto? Señálenlos e hipoteticen de qué contexto geográfico se podría tratar.
3- En la obra, como procedimiento de construcción se emplea:
a) la descripción: transcribir dos ejemplos de descripciones de seres o de lugares innecesarios para la historia y dos ej. De descripciones de características del “hombre” y del mal que lo aqueja.
b) la narración de hechos que muestran situaciones absurdas que vive el personaje.
4- Lean “A la deriva”, de Horacio Quiroga, y expliquen por qué se puede afirmar que “La yacuaregazú” es una parodia del cuento de H.Quiroga.
1- Busquen razones (por lo menos 4) que permitan inscribir este cuento entre los humorísticos. Explíquenlas.
2- Qué recursos emplea R.F. (nombres de lugares, presencia de animales, etc.) para crear un contexto? Señálenlos e hipoteticen de qué contexto geográfico se podría tratar.
3- En la obra, como procedimiento de construcción se emplea:
a) la descripción: transcribir dos ejemplos de descripciones de seres o de lugares innecesarios para la historia y dos ej. De descripciones de características del “hombre” y del mal que lo aqueja.
b) la narración de hechos que muestran situaciones absurdas que vive el personaje.
4- Lean “A la deriva”, de Horacio Quiroga, y expliquen por qué se puede afirmar que “La yacuaregazú” es una parodia del cuento de H.Quiroga.
A
la deriva (Horacio
Quiroga)
La
yacuaregazú (Roberto
Fontanarrosa)
Para
trabajar con las lecturas
1.
¿Por qué podemos hablar de intertextualidad entre el cuento de
Quiroga y el de Fontanarrosa?
2.
a) Expresá el tema de A
la deriva utilizando
una oración unimembre.
b)
¿Qué elementos funcionan como indicios del final?
3.
Comparar el párrafo introductorio de ambos cuentos e identificar las
variaciones realizadas por Fontanarrosa al cuento de Quiroga.
4.
Los procedimientos del cuento humorístico son: la ironía, el
absurdo, la exageración, la parodia, lo imprevisto. Señalen cuál o
cuáles de estos recursos utiliza Fontanarrosa. Ejemplificá con
fragmentos del texto.
- Realizá el esquema de los cuentos siguiendo el modelo presentado:
MARCO
|
Personajes
|
¿Quiénes?
|
Espacio
|
¿Dónde?
|
|
Tiempo
|
¿Cuándo?
|
|
CONFLICTO
|
¿Qué obstáculo se
presenta?
¿Qué intereses entran en
conflicto?
|
|
DESENLACE
|
¿Cómo finaliza?
¿Se resuelve el conflicto
o queda abierto?
|
El hombre muerto:
Realiza
un cuadro comparativo teniendo en cuenta los siguientes ítems:
narrador, personajes-características, espacio, tiempo, visión de la
naturaleza, desarrollo del proceso de muerte, temas, elementos
propios del relato realista, regionalista.
“El
almohadón de plumas”:1.Describe
a los personajes.
2.Extrae del texto las descripciones del lugar en los que se sugiere un clima de obscuridad y muerte en consonancia con el drama del hombre.
3.¿Qué similitudes tiene el espacio con el de “A la deriva”?
4.Elabora una secuencia de la enfermedad de Alicia.
5.Comenta el papel desempeñado por la mujer en este cuento.
2.Extrae del texto las descripciones del lugar en los que se sugiere un clima de obscuridad y muerte en consonancia con el drama del hombre.
3.¿Qué similitudes tiene el espacio con el de “A la deriva”?
4.Elabora una secuencia de la enfermedad de Alicia.
5.Comenta el papel desempeñado por la mujer en este cuento.
INTERTEXTUALIDAD (resumen)
1. Enfoques
de la intertextualidad
Kristeva
(1969) es la primera en llamar la atención sobre la importancia de
la existencia de textos previos que condicionan el acto de
significar, independientemente del contenido semántico del texto.
Esta investigadora señala que la comprensión de los textos
aparentemente simples necesita algo más que el mero conocimiento del
contenido semántico. El lector ha de tener experiencia de todo un
corpus de discursos o textos que conforman ciertos sistemas de
creencias en el seno amplio de la cultura. Lo dicho por esta
investigadora refleja uno de los problemas que encuentra el lector, a
veces, a causa de su desconocimiento de los textos previos de una
cultura determinada. El sentido semántico no es siempre suficiente
para entender el significado, ya que el conocimiento almacenado
desempeña un papel relevante para la comprensión del mensaje. De
ahí que un texto mira hacia lo que le precede, dando a su forma,
ideológicamente neutra, todo un volumen de significación que lo
mantiene y se nutre de la experiencia, o la información previa. Esta
es, la principal función de la intertextualidad. Por su parte, Hatim
y Mason (1995: 158) afirman:
“La
intertextualidad ofrece una sólida base de pruebas para la
aplicación de nociones semióticas básicas en actividades tales
como la traducción o la interpretación.”.
Los
escritores, en general, no ofrecen todas las informaciones al lector
para entender un determinado mensaje, ya que para realizar tal tarea
tendrían que escribir muchas páginas con el fin de transmitir una
sola idea. Por eso, recurren a alusiones en sus textos, y el lector,
a través de su conocimiento almacenado, llega a entender, o mejor
dicho descifrar el mensaje. El hecho de que unos textos sean
reconocidos con arreglo a su dependencia de otros textos relevantes
es lo que se llama la intertextualidad.
El
concepto intertextualidad está formado por el
prefijo ‛inter’ que significa reciprocidad, interconexión,
entrelazamiento, etc., y ‛textualidad’.
La
intertextualidad considera el texto como un tejido o una red, un
terreno donde se cruzan y se ordenan textos que proceden de muy
distintos discursos.
Además,
este término sufrió una larga disputa con el término ‛influencia’
que durante largo tiempo fue su sinónimo; de ahí que trabajos de
autores franceses donde aparecen títulos que tratan de estudios
intertextuales, aparecen en denominaciones de influencia. El término
intertextualidad renueva y enriquece el término de influencia. En
este mismo aspecto aportaremos las palabras de González (1994) sobre
el origen de la intertextualidad,
“La
hoy llamada “intertextualidad” se conocía antes por diversos
nombres, que venían a significar distintos aspectos de este hecho:
rasgo de estilo, de escuela o de generación; fuentes, influencias,
préstamos literarios o- en su forma degradante- plagios.”
Los
investigadores que apoyan esta postura no están a favor de la
intertextualidad, siendo para ellos una forma de plagiar y de copiar
de otros textos, asunto desdeñable desde su punto de vista, y el
nacimiento de la intertextualidad surge como escapatoria para
justificar el plagio. Hoy en día este tipo de estudio se ha
convertido en análisis intertextual.
La
intertextualidad, como fenómeno relativamente moderno, no afecta de
igual forma a todos los textos. La presencia de este fenómeno se
observa con abundancia en la parodia y en las reseñas críticas.
Bengoechea
(1997: 1) define la intertextualidad como la relación de un texto
con otros que le preceden. Lo que viene a significar que la
interpretación del texto depende del conocimiento que se tenga de
otros textos. La intertextualidad activa en el lector su conocimiento
general, que tiene almacenado en su memoria. De ahí que la mayoría
de los textos los interpretamos a través de la intertextualidad.
Por
su parte, De Beaugrande y Dressler consideran la intertextualidad
como una de las siete normas de la textualidad señalando que la
recepción y la producción de un texto dependen del conocimiento
almacenado en la memoria. Un acervo de textos anteriores acumulados
que ayudan en la evolución de los tipos de nuevos textos.
Partiendo
de todo esto, podemos afirmar que a los receptores de los textos
tienen que poseer una información previa para poder entender los
textos nuevos.
Para
terminar este apartado, cabe recordar que la intertextualidad es una
red de citas donde cada texto funciona no por referencia a un
contenido fijo y único, sino por activación de distintos y
diferentes códigos en el lector. Siempre existe una co-presencia
entre dos o más textos.
1.1.
Orígenes de la intertextualidad: Bajtín
La
intertextualidad surge como fenómeno contradictorio al formalismo
ruso consistente en que un texto puede existir como un conjunto
autosuficiente. Entre los que apoyan la idea de que un texto no es un
todo, ni autosuficiente, citamos a Charles Grivel, Humberto Eco, etc.
Este último afirma que el escritor antes de serlo es un lector, y la
influencia de otros textos sucede tanto de forma consciente como
inconsciente. La idea defendida por Humberto Eco es adecuada, ya que
un texto se escribe a partir del conocimiento previo de otros.
Bajtín
(1981), como señalamos antes, propone un enfoque dialógico. Estudia
el individuo y su relación con la sociedad, ya que él insiste en
que existe una relación inseparable entre individuo/sociedad y
rechaza cualquier idea que separe ambos. Señala que a pesar de que
el individuo emplea el lenguaje de forma libre, sin embargo
condiciona esta libertad con las reglas del lenguaje como una forma
de comunicación condicionada, por su parte, por factores
espacio-temporales e histórico-sociales que rodean a cualquier
individuo.
Este
investigador desdeña la épica por ser monológica, y en la que sólo
se oye una sola voz. Para concluir, Bajtin ve que la novela no se
limita a sí misma sino que lo supera a otros textos. Estos textos
son los que dan al texto una densidad semántica.
Lo
dicho hasta ahora sobre el marco teórico de Bajtín, lo resume
Martínez Fernández (2001: 53) mediante estas palabras:
“Ladialogía es el concepto clave por excelencia de la
teoría de Bajtín”. El carácter dialógico del discurso es el
fundamento de la intertextualidad. Diálogo significa
voces ajenas, presencia del 'otro'. De ahí, surge la idea de que el
lenguaje es polifónico por naturaleza.
Por
su parte, Zavala (1989), señala tres características del
pensamiento bajtiniano:
1. La
comunicación es un acto social basado en el intercambio; o sea la
presencia efectiva del otro.
2. La
orientación social es también importante en el discurso literario.
3. La
narrativa es fundamentalmente dialógica o polifónica. Todas estas
características son importantes para el concepto de
intertextualidad.
Como
síntesis, para Julia Kristeva, una construcción intertextual es el
resultado de varios textos culturales. La intertextualidad, término
elaborado por Kristeva, se basa sobre todo en el “imperativo
dialógico”, que es concepto propio de Bajtín.
Kristeva
(1969) señala la correlación entre los textos y mediante
estas palabras lo sella “Tout texte se construit comme une mosaïque
de citations, tout texte est absorption et transformation d´un autre
texte. À la place de la notion d´intersubjectivité s´installe
celle d´intertextualité”.
Kristeva
(1969: 145) descarta la originalidad o la individualidad:
Borges,
al igual que Kristeva, rechaza el concepto de originalidad creativa o
de propiedad individual o la idea del formalismo mencionada antes de
que un texto pueda ser un ente cerrado y autónomo. A propósito de
la inexistencia de la originalidad de los textos, Borges señala que
según la “cosmogonía judío-cristiana” solamente existen dos
libros originales, y que son de Dios: el Libro de la
Naturaleza y el Libro de las Escrituras. El ejemplo dado por
Borges implica que no existe ningún libro que sea original e
independiente de otros antecedentes.
Tanto
Bajtín como Kristeva o Barthes están de acuerdo en que el autor
crea su vida mediante la experiencia de otros autores, o sea mediante
otros textos. Tanto Bajtín como Kristeva partiendo de esta reflexión
filosófica entre el sujeto, el medio lingüístico y el ambiente
socio-histórico y cultural transmiten esto al texto literario.
Hemos
señalado el origen de la intertextualidad, pero este fenómeno, a
pesar de que su gestación marca como fecha los años sesenta,
precisamente (1967), es muy antiguo, tanto como la escritura. Maureen
Duffy lo afirma con estas palabras:
“La
facultad de crear relaciones intertextuales surge en la niñez, al
mismo tiempo que el placer por el juego, el disfraz y la imitación,
testimonio que aporta una visión claramente “carnavalesca” y
bajtiniana de la intertextualidad.”
Apud
Bengoechea (1997: 9).
1.3.
Papel de la intertextualidad
La
intertextualidad es un medio que permite la interpretación adecuada
y justificable de algunos textos. Kristeva ve en la intertextualidad
una plática entre una serie de sistemas en conflicto, serie de
historias con distintos significados; un medio para salir de dudas a
la hora de analizar algunos textos. Es como un lazo entre el texto,
la historia y la sociedad en que se crea.
Bengoechea
(1997: 6) señala la importancia de la intertextulidad mediante estas
palabras,
“El
análisis intertextual (es) un instrumento clave para entender las
contradicciones en las creencias y representaciones socioculturales
que encontramos en un texto dado”, y agrega “El fenómeno
intertextual se centra en la producción del significado allí donde
varios textos, puntos de vista y perspectivas entran en conflicto y
se articulan.”.
Mediante
la intertextualidad, los autores encuentran una salida que les
permite entretejer tanto voluntaria como intencionadamente discursos
que permiten al lector activar su mente para interpretar símbolos,
mitos, etc. La intertextualidad es un discurso ajeno que está
constantemente presente en el habla y que lo desfigura y lo
tergiversa.
La
lectura intertextual es una de las maneras que permiten al lector
descubrir el significado del texto. Su presencia es fundamental…;
1.4.
La percepción de la intertextualidad
Plett,
en Galván (1997: 63), plantea unas preguntas partiendo de que la
repetición es la forma que indica la intertextualidad: ¿qué tipo
de repetición se considera suficiente como para hablar de la
“identidad intertextual”? y añade ¿quién concluye que una
repetición sea intertextual? Este investigador parte del hecho de
que es imposible dar respuestas absolutas. En lo que se refiere a la
primera pregunta, señala que los criterios de la calidad, cantidad y
frecuencia son los que la justifican[1][7].
Al
hablar de este punto añade que lo que parece sencillo, por ejemplo,
la cita, al relacionarla con el sentido intertextual se convierte en
algo complejo, con otras dimensiones que superan las palabras de la
propia cita. Siguiendo con la misma cuestión, una sola palabra suele
ser, a veces, suficiente como para hablar de la intertextualidad. A
pesar de las respuestas presentadas, resulta insuficiente la
argumentación presentada.
En
lo que se refiere a la segunda pregunta, cabe señalar que aquello
depende de la experiencia personal de cada individuo. La
intertextualidad, en general, necesita lectores instruidos y cultos o
por lo menos con un conocimiento medio.
Plett
afirma que la intertextualidad no existe en un mundo libre sino que
depende de los acuerdos culturales. Genette señala que existen dos
formas para abstraer la intertextualidad: o por imitación o por
transformación. En el primer caso se da importancia a la forma de
cómo se expone, en cambio con la transformación lo importante suele
ser el contenido. De ahí que existan dos elementos importantes: el
estilo, en el primer caso, y el contenido en el segundo. Dentro de la
transformación, Genette distingue entre la parodia, el
travestimiento burlesco y la trasposición. En cambio, dentro de la
imitación Genette distingue el “pastiche”, la “charge” y la
“forgerie”.
Podemos
concluir afirmando que cualquier texto aporta claves que permiten
enlazar los textos, sin las cuales no se puede hablar de relaciones
intertextuales.
Parodia
Parodia es
una palabra que proviene del latín parodĭa y
que tiene su origen más remoto en la lengua griega. Se trata de
una imitación
burlesca que
caricaturiza a una persona,
una obra de arte o una cierta temática.
Como
obra satírica, la parodia aparece en diversos géneros artísticos y
medios. La industria cinematográfica, la televisión, la música y
la literatura suelen
realizar parodias de hechos políticos o de otras obras. Por lo
general se apela a la ironía y
a la exageración para transmitir un mensaje burlesco y para divertir
a los espectadores, lectores u oyentes.
Las
parodias habrían surgido en la antigua literatura griega, con poemas
que imitaban de forma irrespetuosa los contenidos o las formas de
otros poemas. Los romanos también desarrollaban parodias como
imitaciones de estilo humorístico, al igual que la literatura
francesa neoclásica.
“Don
Quijote de la Mancha”,
la famosa obra de Miguel
de Cervantes,
suele ser calificada como una parodia que se burla de los libros de
caballerías. El heroísmo y los valores transmitidos por este tipo
de obras aparecen subvertidos por Cervantes con
humor e ironías.
“Los
Simpsons” es
un programa televisivo que se caracteriza por la presentación de
parodias de todo tipo. En algunas ocasiones, los personajes de la
familia imitan conductas y adquieren poses típicas de personalidades
famosas en la introducción de los capítulos. Otras escenas
paródicas aparecen en medio de las historias o ya están instauradas
dentro de la serie, como la actitud de Krusty
El Payaso (una
parodia de los animadores infantiles que, en realidad, no tienen
simpatía con los niños).
La yacuaregazú - Roberto Fontanarrosa
La
yacuaregazú - Roberto Fontanarrosa
Cuando
el hombre sintió el pinchazo en la axila, pegó un grito y se
desmoronó sobre la hojarasca del sendero.
—¿Qué pasa? -preguntó, alarmada, su mujer.
Edema era una misionera de edad indefinida, de una flacura lindante con lo esquelético, que venía cargando desde Ipuberá con un yacaré de 18 kilos, vivo, comprado en el mercado de la plaza.
—Una yacuaregazú- jadeó el hombre, sentado en el suelo, revisando frenéticamente entre los pliegos de su camisa de brin.
—¿Te picó?
—Me picó.
Edema sabía preparar el yacaré en rodajas no más anchas que la palma de una mano, sazonadas con cebollas angurí y trozos de mandioca. O arrollado, atado como un matambre para evitar que se escape, en caso de no estar bien muerto, tras el primer hervor. Más de una vez le había ocurrido cuerear un yacaré, quitarle las entrañas, salarlo y verlo luego salir huyendo con una gallina entre los dientes, al primer descuido.
"Yacaré mboró pubé" solía decir Edema, y no le faltaba razón.
—¿Dónde te picó?
—Acá —señaló el hombre bajo su brazo.
Transpiraba copiosamente, por el calor oprobioso de la selva y por el miedo. Sabía que pronto empezaría a orinar saliva, uno de los primeros síntomas de la expansión del veneno en su cuerpo.
—Mirá —volvió a señalar— se me ha endurecido esto. Tengo un promontorio duro y redondo como una bola.
—Eso es el codo.
—Me picó en el sobaco —informó el hombre, y por un momento pareció que estuviera hablando de otro.
—No sé cómo pudo meterse ahí.
Pero él sabía que las yacuaregazú buscan los lugares oscuros y pilosos para dormitar. Húmedos también. Tal vez el hombre la había molestado, sin querer, al ajustarse la correa del machete, o se había rascado.
Edema sabía preparar el yacaré en torrejas, a las que acompañaba con arroz, yuca y tomate perita. Pero así al hombre no le apetecía demasiado.
—Andá... andá hasta lo del Catilo... —pidió el hombre a Edema.
—Decile que me picó una yacuaregazú. Decile que busque un médico. Decile que se apure. Edema dejó el yacaré en el suelo y salió a escape.
Era ágil a pesar de su edad indefinida y conocía la selva bastante bien. Cuando el hombre se quedó solo, se percató del silencio. Tanteó de nuevo el lugar de la picadura. Vaya a saber cuánto tiempo hacía que la yacuaregazú había estado habitando la axila, pero no podía hacer más de tres meses.
Para julio lo había atacado el paludismo y el doctor del obraje le había dado quinina y le había puesto el termómetro. Y ahí, en esa misma axila, no había nada. Luego, cuidadoso, el hombre se revisó bajo el otro brazo. Las yacuaregazú suelen andar en yunta y no hubiese sido nada raro que la pareja morase en la axila restante.
Sintió la boca seca y los lóbulos de las orejas le latían como dos pequeños corazones. El veneno de la yacuaregazú es espeso como una melaza, lento por lo tanto, inapelable.Sus efectos se empiezan a sentir más nítidamente a la sombra o después de los días patrios.
—Carajo —dijo el hombre.
Se arrastró bajo un gigantesco tipá rosado y apoyó la recia espalda sobre el tronco del árbol. Miró hacia lo alto, hacia la imponente catedral de vegetación. Le parecía paradójico venir a morir en aquel lugar. Él, justamente él, nacido en esa espesura, hachero, mensú por horas y cazador de monos. Justamente él que, en el obraje, ya había llenado los papeles, bajo la vigilante mirada del mister, para irse a trabajar a Kuwait como operario no especializado.
La bruma propia de Misiones se estaba ya entibiando, cuando el hombre vio llegar a Edema y Catilo por la picada. A Edema también le gustaba servir facturas de yacaré con el mate cocido. Le pegaba al animal en la cabeza con una barreta de acero robada en el ferrocarril hasta que le reventaba los sesos, lo espolvoreaba con harina y lo metía al horno cubierto de pasas de uva. Solían comer de esas facturas, acompañadas de chipá, durante semanas, tan duras eran. Venían de la mano, como dos criaturas, pero en sus ojos se leía la premura y la preocupación.
El hombre sólo se había alimentado con unos hongos amarillentos que encontró en torno al tipá rosado y también había engullido una docena de tucuruces, o bichos de luz, lo que le había dado una cierta energía para rebatir el avance del veneno, y un extraño brillo a la mirada de sus ojos.
—¿Qué te pasó, hermano? —se acuclilló Catilo junto al hombre.
Catilo también era hábil para cocinar el yacaré, aunque lo hacía a la manera brasileña, envuelto en una pañoleta y con mermelada de canela.
—Una yacuaregazú.
—¿Dónde?
A veces, a falta de mermelada de canela, le ponía gas oil, pero no sabía igual.El hombre levantó el brazo derecho y mostró la picadura a Catilo. Para mover con más libertad el brazo, hinchado ya del grosor de una sandía, el hombre se había cortado la manga de la camisa de un machetazo. La fiebre o la torpeza de su mano izquierda habían tornado imperfecto el tajo y el filo del machete se había llevado la manga, una rebanada de codo y dos dedos de la mano derecha, uno de los cuales, el anular, descansaba en el suelo a casi un metro del hombre como señalando algún peligro oculto en la imprevisible maleza. El otro, el meñique, era llevado dificultosamente por una multitud de hormigas coloradas, selva adentro.
—Esto es picadura de mbemberé, hermano —dictaminó Catilo.— 2
La mbemberé es una araña peluda, del tamaño de una rata y se la llama también araña saltona o rata arañada.
Catilo, y el hombre mismo, la habían visto más de una vez saltar hasta tres metros de largo para vadear arroyos o brincar al lomo de un caballo para arrearse toda una tropilla y pasarla alParaguay.
—Yacuaregazú, te digo.
—¿La viste?
—Medio de reojo, mientras caía.
—¿Cómo era?
—Negra en el lomo. Manos blancas. Pelo cortón, arriba.
—Mbemberé, hermano. El hombre manoteó el machete. Le molestaba que lo contradijeran y más en las ocasiones en que estaba en los umbrales mismos de la muerte.
—Si es mbemberé no es nada —Insistió Catilo.— Te poneés malo un par de días pero después se pasa.
—Andá a verlo al doctor... Andá a verlo al doctor y preguntale —dijo el hombre.
—También pudo ser oso hormiguero, hermano.
—Lo hubiera visto. Andá a buscar al doctor, me estoy muriendo.
—O pato sirirí. Si es sirirí es más jodido.
—Decile que no puedo casi respirar y que me han aparecido ronchas en la lengua.
—¿Te fijaste bien? ¿No puede haber sido pacú reló, hermano? Hay mucho pacú reló en esta época.
—Decile que traiga alcanfor y de esas pastillas azules.
Catilo tomó de la mano a Edema y se fueron corriendo por la picada. Había veces, también, en que Edema fritaba el yacaré en forma de dados, pero había dejado de hacerlo desde la vez en que el hombre juntó los dados e insistió en jugar por dinero.Cuando se halló de nuevo solo, el hombre pensó que hacía mucho que no veía a su tío Everaldo, que tenía que ajustar los alambres del gallinero con hilo chanchero y que si no despejaba hacia el Norte, para el atardecer tendrían lluvia.
—Si es curupí pelado, no cuenta el cuento.
El doctor meneó la cabeza con desaliento tras escuchar las palabras de Catilo y luego había vuelto a mirar fijamente dentro de la boca del pecarí de collar.
—No fue curupí. Fue mbemberé —dijo Catilo.
—¿Lomo negro y pelo cortón arriba? —musitó el doctor.
—Puede ser nutria, también.
El doctor Gomulka sabía mucho del tema. Había venido al país en el 38, mezclado con la inmigración siriolibanesa, expulsado de su Polonia natal por el temor a las guerras y a los esperantistas. Y había ido a Ipuberá por tres días, atraído por la fama de los carnavales misioneros.
Diez años se había quedado allí por causas que nunca se aclararon muy bien. En la cárcel aprendió su profesión, veterinario. Luego, ya libre, había seguido la especialización en Foz de Iguazú hasta alcanzar el título de veterinario odontólogo.
—Tiene que venir pronto —urgió Catilo.
—Está muy malo.
—Ahora no puedo, amigo. Estoy con un tratamiento de conducto.
—Está muy malo.
—Si es yacuaregazú— el doctor siguió atisbando dentro de la boca del pecarí no hay remedio. Corte dos ramas de abaribay y hágale una cruz en la cabecera. Pero si ha sido mbemberé, curupí pelado, nutria u oso hormiguero, por ahí estamos a tiempo. Hágale un torniquete bien ajustado que yo ya voy. R. Antes de salir de la casa del doctor, Catilo quiso asegurarse.
—¿Cuándo viene usted?
—Apenas termine.
Catilo miró el pecarí de collar y vio los ojitos del chancho salvaje, levemente desorbitados, contemplándolo. La anestesia ni siquiera había empezado a causarle efecto. Catilo tomó de la mano a Edema y volvieron a meterse en la selva.
El doctor Gomulka estaba en mitad de la picada cuando se largó a llover. Esa lluvia deMisiones, donde el agua, en forma de pequeñas gotas, se abate desde las nubes hacia la tierra.
En ocasiones, era tal el calor acumulado en la tierra colorada que las gotas de lluvia no llegaban a tocarla. A un metro, un metro y medio del suelo, se evaporaban al entrar en contacto con el tufo hirviente que se levantaba desde el piso. Los primeros años, el doctor Gomulka se sorprendía al ver esa gente empapada desde la cabeza hasta la cintura, y desde allí hacia abajo, impecables.
No estaba habituado el doctor a ese nuevo mundo de contrastes, él, originario de una Polonia inmutable donde el mayor contraste climático que podía recordar era el de un día, en Poznan, donde a la mañana llovió y a la tarde estuvo nublado. Pero no era momento para quedarse contemplando la lluvia, y a poco de andar por la picada, el doctor dio con el claro donde se hallaban el hombre, Catilo y Edema.
A los ojos del yacaré, Edema los sumergía en yema de huevo, los empanaba y les daba un golpe de horno. Conseguía así unos bocaditos que el hombre se llevaba al monte o bien los chicos más pequeños disparaban contra los siriríes, los vencejos o los surubíes flecudos. Catilo se hallaba hincado junto al hombre.
El doctor advirtió un rictus amargo en la cara del hachero. Edema había vuelto a poner el yacaré sobre su hombro y aparentaba estar esperando una orden para reanudar la marcha.
—Se murió —dijo Catilo.— 3
El doctor no contestó nada, pero se acercó al hombre.
Este se hallaba aún recostado contra el tronco del tipá rosado y podría decirse que su expresión era de paz a pesar de la lengua amoratada totalmente fuera de la boca, sus ojos casi expulsados de las órbitas y un rictus horroroso en el rostro cetrino. El doctor prefirió contemplar la picadura, bajo el brazo.
—Carcará —musitó.
Luego meneó la cabeza, confundido.
—Esto no mata a nadie. El carcará es un insecto crisálido no mayor que un grano de maíz tierno. Vive entre el estiércol de los porcinos y el sonido que produce al frotar sus alas posteriores es casi inaudible a menos que se introduzca en el oído de alguien, cosa poco probable.
El doctor encaró a Catilo.
—Cuando ustedes llegaron... ¿Vivía?
—Sí señor.
—¿Y, entonces?
—No soportó el remedio. Le hice el torniquete, como usted me dijo.
-Para parar la hemorragia. En el brazo.
—No —dijo Catilo. Si la picadura hubiese sido en la mano, le hacía el torniquete en el brazo. Pero fue en el sobaco. Le hice el torniquete en el cuello.
El doctor observó de nuevo al hombre. Pudo ver entonces, entre los pliegues de la gordura de su cuello, el relumbrón acerado del alambre.
—"Gente bruta" —pensó. "Con alambre".
Y se volvió para su casa.
Catilo tomó de la mano a Edema y la ayudó a cargar el yacaré hasta más allá de Aguarimbé.
—¿Qué pasa? -preguntó, alarmada, su mujer.
Edema era una misionera de edad indefinida, de una flacura lindante con lo esquelético, que venía cargando desde Ipuberá con un yacaré de 18 kilos, vivo, comprado en el mercado de la plaza.
—Una yacuaregazú- jadeó el hombre, sentado en el suelo, revisando frenéticamente entre los pliegos de su camisa de brin.
—¿Te picó?
—Me picó.
Edema sabía preparar el yacaré en rodajas no más anchas que la palma de una mano, sazonadas con cebollas angurí y trozos de mandioca. O arrollado, atado como un matambre para evitar que se escape, en caso de no estar bien muerto, tras el primer hervor. Más de una vez le había ocurrido cuerear un yacaré, quitarle las entrañas, salarlo y verlo luego salir huyendo con una gallina entre los dientes, al primer descuido.
"Yacaré mboró pubé" solía decir Edema, y no le faltaba razón.
—¿Dónde te picó?
—Acá —señaló el hombre bajo su brazo.
Transpiraba copiosamente, por el calor oprobioso de la selva y por el miedo. Sabía que pronto empezaría a orinar saliva, uno de los primeros síntomas de la expansión del veneno en su cuerpo.
—Mirá —volvió a señalar— se me ha endurecido esto. Tengo un promontorio duro y redondo como una bola.
—Eso es el codo.
—Me picó en el sobaco —informó el hombre, y por un momento pareció que estuviera hablando de otro.
—No sé cómo pudo meterse ahí.
Pero él sabía que las yacuaregazú buscan los lugares oscuros y pilosos para dormitar. Húmedos también. Tal vez el hombre la había molestado, sin querer, al ajustarse la correa del machete, o se había rascado.
Edema sabía preparar el yacaré en torrejas, a las que acompañaba con arroz, yuca y tomate perita. Pero así al hombre no le apetecía demasiado.
—Andá... andá hasta lo del Catilo... —pidió el hombre a Edema.
—Decile que me picó una yacuaregazú. Decile que busque un médico. Decile que se apure. Edema dejó el yacaré en el suelo y salió a escape.
Era ágil a pesar de su edad indefinida y conocía la selva bastante bien. Cuando el hombre se quedó solo, se percató del silencio. Tanteó de nuevo el lugar de la picadura. Vaya a saber cuánto tiempo hacía que la yacuaregazú había estado habitando la axila, pero no podía hacer más de tres meses.
Para julio lo había atacado el paludismo y el doctor del obraje le había dado quinina y le había puesto el termómetro. Y ahí, en esa misma axila, no había nada. Luego, cuidadoso, el hombre se revisó bajo el otro brazo. Las yacuaregazú suelen andar en yunta y no hubiese sido nada raro que la pareja morase en la axila restante.
Sintió la boca seca y los lóbulos de las orejas le latían como dos pequeños corazones. El veneno de la yacuaregazú es espeso como una melaza, lento por lo tanto, inapelable.Sus efectos se empiezan a sentir más nítidamente a la sombra o después de los días patrios.
—Carajo —dijo el hombre.
Se arrastró bajo un gigantesco tipá rosado y apoyó la recia espalda sobre el tronco del árbol. Miró hacia lo alto, hacia la imponente catedral de vegetación. Le parecía paradójico venir a morir en aquel lugar. Él, justamente él, nacido en esa espesura, hachero, mensú por horas y cazador de monos. Justamente él que, en el obraje, ya había llenado los papeles, bajo la vigilante mirada del mister, para irse a trabajar a Kuwait como operario no especializado.
La bruma propia de Misiones se estaba ya entibiando, cuando el hombre vio llegar a Edema y Catilo por la picada. A Edema también le gustaba servir facturas de yacaré con el mate cocido. Le pegaba al animal en la cabeza con una barreta de acero robada en el ferrocarril hasta que le reventaba los sesos, lo espolvoreaba con harina y lo metía al horno cubierto de pasas de uva. Solían comer de esas facturas, acompañadas de chipá, durante semanas, tan duras eran. Venían de la mano, como dos criaturas, pero en sus ojos se leía la premura y la preocupación.
El hombre sólo se había alimentado con unos hongos amarillentos que encontró en torno al tipá rosado y también había engullido una docena de tucuruces, o bichos de luz, lo que le había dado una cierta energía para rebatir el avance del veneno, y un extraño brillo a la mirada de sus ojos.
—¿Qué te pasó, hermano? —se acuclilló Catilo junto al hombre.
Catilo también era hábil para cocinar el yacaré, aunque lo hacía a la manera brasileña, envuelto en una pañoleta y con mermelada de canela.
—Una yacuaregazú.
—¿Dónde?
A veces, a falta de mermelada de canela, le ponía gas oil, pero no sabía igual.El hombre levantó el brazo derecho y mostró la picadura a Catilo. Para mover con más libertad el brazo, hinchado ya del grosor de una sandía, el hombre se había cortado la manga de la camisa de un machetazo. La fiebre o la torpeza de su mano izquierda habían tornado imperfecto el tajo y el filo del machete se había llevado la manga, una rebanada de codo y dos dedos de la mano derecha, uno de los cuales, el anular, descansaba en el suelo a casi un metro del hombre como señalando algún peligro oculto en la imprevisible maleza. El otro, el meñique, era llevado dificultosamente por una multitud de hormigas coloradas, selva adentro.
—Esto es picadura de mbemberé, hermano —dictaminó Catilo.— 2
La mbemberé es una araña peluda, del tamaño de una rata y se la llama también araña saltona o rata arañada.
Catilo, y el hombre mismo, la habían visto más de una vez saltar hasta tres metros de largo para vadear arroyos o brincar al lomo de un caballo para arrearse toda una tropilla y pasarla alParaguay.
—Yacuaregazú, te digo.
—¿La viste?
—Medio de reojo, mientras caía.
—¿Cómo era?
—Negra en el lomo. Manos blancas. Pelo cortón, arriba.
—Mbemberé, hermano. El hombre manoteó el machete. Le molestaba que lo contradijeran y más en las ocasiones en que estaba en los umbrales mismos de la muerte.
—Si es mbemberé no es nada —Insistió Catilo.— Te poneés malo un par de días pero después se pasa.
—Andá a verlo al doctor... Andá a verlo al doctor y preguntale —dijo el hombre.
—También pudo ser oso hormiguero, hermano.
—Lo hubiera visto. Andá a buscar al doctor, me estoy muriendo.
—O pato sirirí. Si es sirirí es más jodido.
—Decile que no puedo casi respirar y que me han aparecido ronchas en la lengua.
—¿Te fijaste bien? ¿No puede haber sido pacú reló, hermano? Hay mucho pacú reló en esta época.
—Decile que traiga alcanfor y de esas pastillas azules.
Catilo tomó de la mano a Edema y se fueron corriendo por la picada. Había veces, también, en que Edema fritaba el yacaré en forma de dados, pero había dejado de hacerlo desde la vez en que el hombre juntó los dados e insistió en jugar por dinero.Cuando se halló de nuevo solo, el hombre pensó que hacía mucho que no veía a su tío Everaldo, que tenía que ajustar los alambres del gallinero con hilo chanchero y que si no despejaba hacia el Norte, para el atardecer tendrían lluvia.
—Si es curupí pelado, no cuenta el cuento.
El doctor meneó la cabeza con desaliento tras escuchar las palabras de Catilo y luego había vuelto a mirar fijamente dentro de la boca del pecarí de collar.
—No fue curupí. Fue mbemberé —dijo Catilo.
—¿Lomo negro y pelo cortón arriba? —musitó el doctor.
—Puede ser nutria, también.
El doctor Gomulka sabía mucho del tema. Había venido al país en el 38, mezclado con la inmigración siriolibanesa, expulsado de su Polonia natal por el temor a las guerras y a los esperantistas. Y había ido a Ipuberá por tres días, atraído por la fama de los carnavales misioneros.
Diez años se había quedado allí por causas que nunca se aclararon muy bien. En la cárcel aprendió su profesión, veterinario. Luego, ya libre, había seguido la especialización en Foz de Iguazú hasta alcanzar el título de veterinario odontólogo.
—Tiene que venir pronto —urgió Catilo.
—Está muy malo.
—Ahora no puedo, amigo. Estoy con un tratamiento de conducto.
—Está muy malo.
—Si es yacuaregazú— el doctor siguió atisbando dentro de la boca del pecarí no hay remedio. Corte dos ramas de abaribay y hágale una cruz en la cabecera. Pero si ha sido mbemberé, curupí pelado, nutria u oso hormiguero, por ahí estamos a tiempo. Hágale un torniquete bien ajustado que yo ya voy. R. Antes de salir de la casa del doctor, Catilo quiso asegurarse.
—¿Cuándo viene usted?
—Apenas termine.
Catilo miró el pecarí de collar y vio los ojitos del chancho salvaje, levemente desorbitados, contemplándolo. La anestesia ni siquiera había empezado a causarle efecto. Catilo tomó de la mano a Edema y volvieron a meterse en la selva.
El doctor Gomulka estaba en mitad de la picada cuando se largó a llover. Esa lluvia deMisiones, donde el agua, en forma de pequeñas gotas, se abate desde las nubes hacia la tierra.
En ocasiones, era tal el calor acumulado en la tierra colorada que las gotas de lluvia no llegaban a tocarla. A un metro, un metro y medio del suelo, se evaporaban al entrar en contacto con el tufo hirviente que se levantaba desde el piso. Los primeros años, el doctor Gomulka se sorprendía al ver esa gente empapada desde la cabeza hasta la cintura, y desde allí hacia abajo, impecables.
No estaba habituado el doctor a ese nuevo mundo de contrastes, él, originario de una Polonia inmutable donde el mayor contraste climático que podía recordar era el de un día, en Poznan, donde a la mañana llovió y a la tarde estuvo nublado. Pero no era momento para quedarse contemplando la lluvia, y a poco de andar por la picada, el doctor dio con el claro donde se hallaban el hombre, Catilo y Edema.
A los ojos del yacaré, Edema los sumergía en yema de huevo, los empanaba y les daba un golpe de horno. Conseguía así unos bocaditos que el hombre se llevaba al monte o bien los chicos más pequeños disparaban contra los siriríes, los vencejos o los surubíes flecudos. Catilo se hallaba hincado junto al hombre.
El doctor advirtió un rictus amargo en la cara del hachero. Edema había vuelto a poner el yacaré sobre su hombro y aparentaba estar esperando una orden para reanudar la marcha.
—Se murió —dijo Catilo.— 3
El doctor no contestó nada, pero se acercó al hombre.
Este se hallaba aún recostado contra el tronco del tipá rosado y podría decirse que su expresión era de paz a pesar de la lengua amoratada totalmente fuera de la boca, sus ojos casi expulsados de las órbitas y un rictus horroroso en el rostro cetrino. El doctor prefirió contemplar la picadura, bajo el brazo.
—Carcará —musitó.
Luego meneó la cabeza, confundido.
—Esto no mata a nadie. El carcará es un insecto crisálido no mayor que un grano de maíz tierno. Vive entre el estiércol de los porcinos y el sonido que produce al frotar sus alas posteriores es casi inaudible a menos que se introduzca en el oído de alguien, cosa poco probable.
El doctor encaró a Catilo.
—Cuando ustedes llegaron... ¿Vivía?
—Sí señor.
—¿Y, entonces?
—No soportó el remedio. Le hice el torniquete, como usted me dijo.
-Para parar la hemorragia. En el brazo.
—No —dijo Catilo. Si la picadura hubiese sido en la mano, le hacía el torniquete en el brazo. Pero fue en el sobaco. Le hice el torniquete en el cuello.
El doctor observó de nuevo al hombre. Pudo ver entonces, entre los pliegues de la gordura de su cuello, el relumbrón acerado del alambre.
—"Gente bruta" —pensó. "Con alambre".
Y se volvió para su casa.
Catilo tomó de la mano a Edema y la ayudó a cargar el yacaré hasta más allá de Aguarimbé.
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