lunes, 20 de noviembre de 2023

Interrupción

De atrás, invertido, como siempre, produzco mis escrituras. Desperté 21/09/23, retomando, lo dejado anoche 21.30hs. Dejado, suspendido, pero con el deseo chorreante. Deseo que convocaba y mantenía de buen humos este complejo que suelo ser por la promesa del regreso post interrupción. Comida para la Pichu y amigas. Escucha atenta y comprometida al día de Martín. Juego con todes. Dormir a Benito. Y hoy, lo que recordé y por lo que hoy escribo es por el recuerdo latente del momento en que entro a mi cuarto, me miran los libros, la compu, la radio. Esperaban. Les paso por al lado, me pongo un pantalón viejo que me abrace y dispuesta: escucho el día de Benito antes de cerrar hasta ahoralos ojos, vencida un día más. Pienso en la interrupción. Martín Khoan en la inaguración de la feria del libro de Bs As este año se me viene a la cabeza. Siempre Virginia y la maternidad, o no, la noción de familia y la ausencia del cuarto propio como espacio-tiempo. Todo late en cada idea interrumpida.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Una vez más

 

Una vez más.

 

Lo paupérrimo de la tecnología es el círculo siniestro de SIEMPRE LO MISMO. Día tras día tras día demanda cual niñe horas de tiempo de preparación para que luego perdure y permanezca el impulso creativo. Ya no inspiración ni nada tan retrógrado; digámoslo por qué no si lo pensamos, ¿no?; sino la perseverancia del impulso cual ganas.

Suna Rocha, yo soy cantor videlero – cómo enoja que el corrector de Word no conozca nuestras palabras, a ellas justo que tanto les cuesta sobrevivir  -  de mi tierra santiagueña. Para que la concreción pasara por un sinfín de acciones

Enchufar el celular.

Buscar el cargador del celular recordando la última persona de la casa que lo usó, y el que anda, porque el otro es una trampa.

Es el comienzo de un territorio complejo.

Buscar el parlantito.

Buscarle su correspondiente cargador. El de entrada chiquita.

Ahora. La conectar igualdad. Su cargador. Que sea el cargador de Nestor, porque la Conectar Igualdad de Cristina tiene un cargador diferente.

(Nadie dice que realmente, en la burbuja de mi franja social, así pasó la pandemia).

Y ahora mi satisfacción. La de mí misme, la de mi cuerpo (que vaya a saber uno cuánto tiempo pasó desde la última vez que lo percaté). La pava, el fuego, el mate, la yerba, la espera. De eso no se reniega, es el instante de hermandad más genuino y que encuentra. Provincia a provincia, rincón a rincón, nos encuentra haciendo lo mismo a todes por igual.

Recién en ese momento me siento a escribir. Debería extender mil anzuelos para pescar el impulso que tenía de escribir hace cuánto, ¿20 minutos?, ¿ 1 hora?, no pueden ser 2, ¿no?.

 

 

 

Silencio.

 

sábado, 8 de marzo de 2014

Eusebio Obituario y el indio Manuel

Eusebio Obituario y el indio Manuel

Pedro Alberto ZUBIZARRETA



Primer premio del «Concurso de Cuento Corto Latinoamericano» convocado por la Agenda Latinoamericana'2004, otorgado y publicado en la Agenda Latinoamericana'2005

Nadie sabía desde cuándo Eusebio Obituario Barragán andaba en componendas con la Muerte. Es posible que ni él mismo lo recordara. Desde que tenía memoria, la Muerte lo había acompañado. No es que él la hubiera estado buscando. Ella siempre se las ingeniaba para andar pisándole los talones. Evidentemente tenía una afición por su persona, que nadie podía explicar.
La imposición de Obituario como segundo nombre fue un berretín de su padre el día en que fue al pueblo a empadronar a su hijo en estado de ebriedad y un compadre le leyó el título de una sección del periódico local. Quién sabe si ese acto antojadizo fue en realidad un anticipo premonitorio.
A Eusebio se le había pegado la Muerte.
Su madre murió en el parto de su hermano menor antes de que Eusebio tuviera uso de razón. Desde entonces, no hubo año en el que la Muerte no pasara a visitarlo, llevándose de paso a una persona allegada. Su hermano falleció a los tres años de edad de sarampión. Su padre murió en el campo. Una trilladora le pasó por encima mientras dormía una borrachera en el maizal. A su mujer la conoció en los funerales del tío Rosendo. A poco de haberse casado, la pobre enfermó gravemente de una hidropesía que la llevó a la muerte en una semana. Las pestes más diversas se ensañaron con el resto de la familia. Si bien la Muerte era una presencia habitual en esos andurriales, el caso de Eusebio superó holgadamente las estadísticas de la región. Como consecuencia, Eusebio le fue ganando tirria a la Muerte, no así miedo. Miedo no, tal vez por la frecuencia de sus visitas o por la relación preferencial que le prodigaba. Se sentía, eso sí, molesto y asediado. En verdad estaba harto de que le anduviera siguiendo los pasos y no lo dejara en paz de una buena vez. El perjuicio mayor que le estaba dejando esta relación malsana, era que como resultado de la mortandad de familiares, amigos y allegados, Eusebio se estaba quedando irremediablemente solo. La fama del riesgo que implicaba relacionarse con Eusebio, hacía que nadie en su sano juicio siquiera considerase entablar una simple conversación con él. Esto era realmente triste si se tiene en cuenta que Eusebio tenía un carácter afable y disfrutaba sobremanera conversar largamente con sus paisanos, después de churrasquear y beber unos vasos de vino patero. Sí, lo que Eusebio más extrañaba era el contacto con los demás. Pero bastaba que lo divisaran de lejos para que todos tomaran prudente distancia de su persona, aunque para ello fuese necesario dar enormes rodeos.
La relación de Eusebio con la Muerte tenía, sin embargo, una curiosa faceta. Eusebio se podía comunicar con los difuntos. Los encuentros tenían lugar en general por la noche, después de cenar, durante los largos desvelos que la noche le obsequiaba a Eusebio, sin otra compañía que la botella de vino de la cena que lo seguía fielmente hasta la mecedora de la sala. En más de una oportunidad había charlado con su padre y su esposa. También se veía frecuentemente con sus hermanos y amigos fallecidos. Pero estos encuentros distaban mucho de ser entretenidos. Con el correr del tiempo se fueron agotando los temas de conversación. Pocas cosas se podían compartir, ya que no había grandes coincidencias entre las inclinaciones de Eusebio y las de sus contertulios. Como es sabido, los muertos no muestran mayor interés por los pequeños e intrascendentes hechos de la vida cotidiana, motor y objeto de nuestra mayor preocupación. Eusebio quería compartir y hablar de cosas tangibles, como la necesidad de una buena lluvia, de la cosecha de maíz o de los jugosos chismes que la vida de los pequeños pueblos tiene el buen tino de alimentar. Si bien era un alivio mantener alguna relación con sus seres queridos ya muertos, su vida de anacoreta forzado distaba mucho de ser plena. No era feliz. Él quería tener a su lado a una mujer de carne y hueso, que le diera calor en el lecho y sabor a sus comidas. Quería estar rodeado de hijos de todas las edades, que lo alegrasen con sus risas y su algarabía y que le ayudasen en las tareas del campo, a medida de que fueran siendo mayores. Quería tener vecinos para ayudar o incluso pelear por cuestiones de poca monta, como corresponde. A esa altura hasta deseaba incluso una suegra que le amargase la vida un poco, lo justo. Quería también un par de buenos enemigos para poder trompearse en la cantina del pueblo, de vez en cuando.
Eusebio estaba fatalmente encadenado a la viscosidad de la Muerte y todo estaba trastornado. Cuando murió su padre, Eusebio fue criado por sucesivos tíos y familiares a los que fue perdiendo inevitablemente con el tiempo. Poco le quedaba del patrimonio heredado. Después de cada óbito, solían brotar como hongos, albaceas, prestamistas, abogados y gestores que se iban apropiando de sus bienes valiéndose de las artimañas habituales para los casos como Eusebio, pobre, analfabeto y con poca voz. Eusebio, no obstante, contaba con la peculiar virtud de predisponer a sus prójimos a morir en un breve lapso, con lo cual la voracidad de los apropiadores se fue disipando a medida que la maldición se perpetuaba. Como suele ocurrir, el último familiar en morir fue un tío avaro y codicioso que se había quedado con gran parte de lo que había pertenecido a la familia de Eusebio. Fue así como de la noche a la mañana, Eusebio volvió a ser dueño de su casa paterna. Trabajaba la tierra lo mínimo indispensable. Le bastaba con tener lo suficiente como para alimentarse y vestirse. Había en la casona una bien provista biblioteca, pero Eusebio no sabía leer y se cansó de mirar los volúmenes ilustrados. Se pasaba horas acostado en una hamaca al aire libre. Solo y aburrido, mantenía de vez en cuando alguna charla con sus difuntos más queridos o simplemente vegetaba, añorando la convivencia con personas vivas.
En un polvoriento atardecer, algo inusitado sucedió. Eran las postrimerías del verano en el que a falta de personas, a Eusebio se le murió su caballo. Estaba reclinado en su hamaca, con un cigarro apagado colgándole de la comisura de los labios, cuando a lo lejos divisó a alguien que caminaba en dirección a su casa. Lentamente, el que se aproximaba se fue haciendo distinguible de la nubecilla de polvo que levantaba a su paso. En el momento en que el caminante pasó frente a la casa de Eusebio, éste se levantó y se acercó al alambrado. Ambos se miraron sorprendidos el uno del otro. El forastero, de rasgos aindiados, exclamó:
“Buenas tardes, ¿acaso me puede usté ver?”
“Por supuesto que lo puedo ver. ¡Buenas y santas!”, le contestó Eusebio y a su vez preguntó:
“¿No le da temor venir por estos lados?”
“Pues no, hombre, ¿por qué habría de tener miedo?”
“Por mí...”
Desde su baja estatura y desde la impavidez de su raza, el indio lo miró de arriba abajo.
“No parece usté peligroso, no...”
Contento por tener una compañía inesperada, Eusebio le abrió las puertas de su casa y como la noche estaba pronta a descender sobre la tierra, amplió inmediatamente su invitación para cenar y pernoctar. El hombre aceptó agradecido.
Manuel, así se llamaba, era el último sobreviviente de su comunidad. A la United Mining Company, que extraía plomo de los cerros próximos a su pueblo y que terminó empleando a la casi totalidad de la mano de obra disponible para trabajar en sus minas, se le fueron muriendo los obreros y los habitantes de las inmediaciones a causa de la acumulación de plomo en el ambiente, en la sangre y en los nervios. Manuel había sido preservado fortuitamente de esa calamidad por haberse dedicado a cuidar y pastorear cabras en las distantes praderas de las tierras altas. Cuando regresó a su pueblo después de un año y medio de su partida, nada quedaba: ni gente, ni United Mining Company. Desgraciado por lo sucedido, se dio a la bebida y dilapidó su escaso patrimonio. Siendo el último indio que existía en la comarca, permaneció durante años ignorado por todos, viviendo de la basura y del alcohol. De tan solo y abandonado, llegó a convencerse de que era invisible. Manuel se había vuelto inexistente para los blancos.
Nómade por tradición y necesidad hasta ese momento, Manuel permaneció con Eusebio durante varios meses, colaborando en el campo durante el día y compartiendo largas conversaciones después de la cena que se prolongaban hasta la madrugada. Ambos se entendían de maravillas. Comulgando en sus roles de parias, reencontraban el uno en el otro, el sentido de lo gregario.
“Vea, Don Manuel, invisible, que yo sepa, usté no es. Prueba de ello es que lo estoy viendo.”
“Que usted me vea, aceptado; pero tenga en cuenta que usté puede hablar también con los dijuntos.”
“Pero usté no está dijunto, mi amigo, en eso, al menos, coincidirá conmigo.”
“¿Y qué me dice usté de su gualicho? ¿Cuántos meses he pasado ya junto a usté y aquí me tiene, vivito y coleando.”
Conversaciones de hondo contenido filosófico como esta se repetían a menudo. Ambos tenían razón en lo que se refería al otro, pero ninguno de ellos se pensaba a sí mismo con su problema solucionado.
Una tarde de un calor bochornoso, cuando ambos se hallaban dormitando la siesta, percibieron que las ramas del sauce, oscilando suavemente en la brisa sedienta de agua, les estaban hablando. Cuando despertaron, el tema de los dichos del sauce surgió de inmediato. Entre ambos reconstruyeron las oquedades que los sueños dejan tras de sí en su afán de hacerse inalcanzables y crípticos. El mensaje que les llegó en el sonido acariciante del follaje del sauce les sugería pedir ayuda y más precisamente ir a pedirla a la gran ciudad. Allí, los médicos más afamados podrían decirles definitivamente cual era la verdadera situación de cada uno.
Eusebio vendió diez vacunos bien gordos. Con el dinero que obtuvo y desempolvando los dos mejores trajes del guardarropa de su tío, se preparó junto a Manuel, a recorrer el largo camino a la ciudad.
Caminaron durante días por senderos de tierra y luego por rutas asfaltadas que se fueron haciendo más y más anchas hasta desembocar finalmente en la gran ciudad. Maravillados por lo que veían sus ojos, ni Eusebio ni Manuel habrían podido imaginar tanto cemento junto, tanta casa, tanto automóvil. El ruido y el ajetreo los dejaron perplejos y sin habla durante horas, hasta que finalmente anonadados, perdidos, cansados y polvorientos se refugiaron en el primer hospedaje que surgió entre los recovecos del cemento y el hollín. Del grifo del baño de su habitación salía agua caliente y ambos disfrutaron de un prolongado baño. El agradable aroma del jabón perfumado se les pegó en la piel. Al día siguiente, se informaron con el conserje del hotel y se hicieron solicitar entrevistas con los principales médicos especialistas de la gran ciudad. Compraron trajes y zapatos nuevos y dedicaron semanas a consultar a los doctores más sabios y a los sabihondos más ilustres. Como no reparaban en gastos, fueron atendidos por los facultativos a cuerpo de rey. Asistieron a interminables interrogatorios médicos. Se les practicaron innumerables exámenes clínicos y de laboratorio. Fueron sometidos a exámenes complejos, algunos hasta reñidos con las buenas costumbres.
Sus casos fueron consultados con numerosos especialistas de la Universidad. Finalmente fueron presentados en el anfiteatro de una famosa Cátedra de la Facultad de Medicina por el profesor universitario Eduardo Luis del Cerro Alto.
“Estimados colegas, estamos en presencia de unos extraordinarios casos clínicos que acicatean la curiosidad científica de este prestigioso centro académico” Así fueron presentados por el conspicuo profesor.
Bajo la lupa de cientos de estudiantes de medicina, el motivo de su consulta fue minuciosamente analizado y discutido.
Eusebio y Manuel fueron desnudados en público y sus anatomías revisadas en repetidas ocasiones. Finalmente, sentados en cómodas butacas, asistieron a la discusión, por momentos enardecida, de los numerosos profesores presentes. Escucharon citas de Hipócrates, multitud de palabras en latín e incomprensibles peroratas plagadas de tecnicismos. Luego de horas de intercambios y discusiones, se definieron los diagnósticos con una solemnidad sólo comparable a la de los jueces cuando dictan sentencia.
Por supuesto que tanto Manuel como Eusebio no entendieron ni jota y requirieron del auxilio del profesor del Cerro Alto para conocer el veredicto. El profesor los llevó a un consultorio privado y los invitó a tomar asiento. Los miró con gravedad y carraspeó antes de comenzar las explicaciones.
Grande fue la sorpresa de Eusebio Obituario y el indio Manuel por las cosas que descubrieron.
Resultó que Eusebio no estaba maldito ni mucho menos. Que todos los familiares y amigos fallecidos lo habían hecho de enfermedades conocidas que hoy en día se podían prevenir o curar. Que el sarampión de su hermano tenía una vacuna. Que había medicación para curar la tuberculosis que había acabado con la vida de su madre. Que la Muerte estaba más relacionada con las tierras y las gentes olvidadas que con Eusebio en particular. Que Eusebio había tenido mucha suerte por no haberse transformado él mismo en una víctima más.
En cuanto a Manuel, la ciudad lo volvió visible de un día para el otro. Vestido con el elegante traje de domingo, en la calle todos se daban vuelta para mirar al indio engalanado que nunca se había sentido más observado en su vida.
Hartos ya de médicos, universidades, consultorios y con los pies ávidos de pisar tierra en lugar de cemento, Eusebio y Manuel sintieron que habían obtenido las respuestas que habían ido a buscar. Despejadas sus dudas, regresaron a su tierra con la frente en alto.
Rápidamente se desparramó en los alrededores la noticia de las milagrosas curaciones. Los miedos se fueron disipando como la neblina de la ebriedad.
Tanto Eusebio como Manuel no tardaron en formar cada uno una familia con mujer, hijos y suegras. Hicieron instalar sistemas de agua caliente en sus viviendas y vacunaban a sus hijos. Lograron que el pueblo cercano contase con escuela y hospital, pues habían descubierto que las calamidades más grandes vienen de la mano de la ignorancia y de la mala salud. Para esto último, contaron con la ayuda inestimable del profesor del Cerro Alto, quien a pesar de lo abultado de sus títulos y diplomas, conservaba intacta su sensibilidad humana hacia los más postergados y olvidados de la sociedad. El profesor siempre había predicado la necesidad de despertar el interés de los médicos jóvenes por brindar buena atención médica en lugares apartados.
Eusebio y Manuel nunca más extrañaron la ausencia de vecinos molestos. Todos en el pueblo quedaron plenamente convencidos de su rehabilitación y supieron valorar los beneficios de la escuela y el hospital.
De las antiguas penurias sólo quedaron los recuerdos. Se habían superado las supercherías y maldiciones que los habían enfermado y aislado durante años.
Pero algunas noches, durante las charlas que Manuel y Eusebio siempre tuvieron la buena costumbre de mantener, se arrimaban al fuego algunos difuntos, los más queridos, para confraternizar con ellos mientras compartían las últimas rondas de grapa.

jueves, 28 de noviembre de 2013

El hombre muerto

El hombre muerto Horacio Quiroga

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...?

No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...

¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado...! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba...? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.


El hombre muerto, 1920


El almohadón de plumas

El almohadón de plumas Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.





En Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

a la deriva

A la deriva Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.















En Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

el cuento

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